La Justicia escrita con mayúscula es ciega y su balanza y su espada simbolizan su búsqueda del equilibrio perfecto que debe caracterizar sus pronunciamientos y su voluntad implacable y serena de castigar el delito y a los que lo cometen. El proceso al “procés” ha quedado visto para sentencia y España, su futuro y es posible que hasta su misma existencia, se encuentran en las manos de siete magistrados que, paradójicamente, harán público después del verano un veredicto de enormes consecuencias políticas tras analizar los hechos de la causa con criterios estricta y objetivamente jurídicos ajenos a cualquier consideración de orden político. Es más, si los jueces que han escuchado pacientemente innumerables testimonios, examinado centenares de documentos y visto una larga serie de videos, se dejasen influenciar por factores ajenos a la reveladora realidad de los acontecimientos y los comportamientos que deben contrastar con lo previsto en el Código Penal, faltarían a su deber y pervertirían su trascendental función. En sus deliberaciones no deben olvidar en ningún momento que encarnan un poder del Estado independiente de los otros dos formales, Ejecutivo y Legislativo, y del informal que es la prensa.
Ante los ojos de los españoles y del mundo en general, ha quedado diáfanamente claro que los encausados cometieron un delito de rebelión de libro
No es casualidad que los acusados, sus defensas y los medios de comunicación afines al independentismo hayan insistido sin descanso en los componentes políticos de este desgraciado asunto, intentando así quitar la venda protectora de los ojos de la Justicia para evitar lo que más temen, la imparcialidad de sus actuaciones. Ante los ojos de los españoles y del mundo en general, ha quedado diáfanamente claro que los encausados cometieron un delito de rebelión de libro al intentar subvertir el orden constitucional vigente por caminos ilegales y violentos para sustituirlo por otro distinto que lo destruyera. Ha sido tan convincente la evidencia presentada y tan irrefutables los alegatos finales de los fiscales que la única posibilidad de resultar indemnes que tienen los golpistas es que Manuel Marchena y sus seis togados colegas sucumban a los cantos de sirena que les conminan a transformar su sentencia en un instrumento del juego político, es decir, a que no ejerzan de jueces, sino de marionetas movidas por intereses ajenos a su sagrado deber.
Oriol Junqueras, que ha sido correctamente calificado por la Fiscalía como “motor” del golpe, ha instado al tribunal a “devolver” a la política lo que desde su viciado punto de vista le corresponde, sabedor de que en el ámbito de lo penal lo tiene todo perdido. El resto de ocupantes del banquillo han transitado la misma senda exculpatoria solicitando una y otra vez a los magistrados que se olviden de que lo son con apelaciones tan peregrinas como las de Raúl Romeva afirmando absurdamente que en la sala se sentaban dos millones de presuntos delincuentes, o como la de Carmen Forcadell al manifestar que ella no estaba allí por lo que hubiera hecho, sino por lo que era, en otras palabras, que se la estaba juzgando por sus ideas y no por sus acciones. Semejantes argumentos no sólo son patéticos por lo forzados y lo endebles, es que prueban contundentemente la culpabilidad de los acusados en la medida de que su reclamación persistente de apartar la sentencia del terreno jurídico equivale a un reconocimiento implícito de que los delitos que se les atribuyen fueron cometidos.
La aplicación bien fundamentada de la legislación vigente a los golpistas catalanes representará un eficaz aviso de navegantes para futuros transgresores
Una idea perversa, recurrentemente esgrimida por los separatistas, es la de que la democracia debe prevalecer sobre la ley, despreciando la rotunda verdad de que democracia y ley son consustanciales porque sin respeto a la ley no hay democracia. Los clásicos del liberalismo hace siglos que nos advirtieron que la tiranía de la mayoría puede ser tan ilegítima y dañina como la autoridad represiva y dictatorial de un solo hombre, pero esta saludable tesis ha merecido y merece el desprecio de los secesionistas catalanes, que se empecinan en trastocar la escala de valores propia de la auténtica democracia, en la que la regla de la mayoría es un elemento esencial, pero no menos definitorio que el respeto a los derechos de las minorías o que el rule of law.
Por consiguiente, la calificación penal que merezcan los actos de los doce acusados en el llamado juicio del 1-O y las sanciones que se les impongan, aunque no deben ensuciarse de contaminantes políticos, sí tendrán serios e indudables efectos en el campo político. Al igual que la ilegalización de Herri Batasuna fue en su día una excelente terapia para la patología asesina etarra sin que se produjera para nada la catástrofe que algunos agoreros habían predicho, la aplicación rigurosa y bien fundamentada de la legislación vigente a los golpistas catalanes representará un eficaz aviso de navegantes para futuros transgresores, fortalecerá notablemente nuestro sistema democrático y devolverá la moral a una sociedad demasiado sacudida en los últimos tiempos por un relativismo ético degradante y desorientador. Si este fuese el desenlace de este drama grotesco nos podríamos dar por satisfechos y en este contexto reconfortante no habría error más garrafal por parte del Gobierno que invalidar mediante un indulto la mano correctora de la justicia. Una tropelía de esta magnitud liquidaría la obra de la Transición y abriría la puerta de nuevo a los viejos demonios que habíamos creído conjurar para siempre.