José María Ruiz Soroa-EL Correo

  • Los políticos desfiguran el matizado disenso del común de los ciudadanos y lo convierten en polarización hosca de unos bloques que no pueden siquiera soportarse

Para el votante español mediano (ese que según la fórmula estadística tiene a su derecha e izquierda el mismo número de votantes) la resultante política de las elecciones en términos de gobernación es altamente insatisfactoria. Y lleva siéndolo mucho tiempo. La razón es clara: la sociedad española es políticamente centrípeta, pero el sistema de gobierno que le imponen los partidos dominantes es centrífugo. La mayoría social está claramente apilada en torno al centro político (descrito en términos ideológicos o nacionales), pero los gobiernos se constituyen apelando a los extremos minoritarios de una u otra banda y por tanto alejando su política de ese centro mayoritario. La política no sirve bien a la sociedad, la desfigura al transformar los votos en gobierno.

Los partidos se comportan en esta materia con una lógica dual, en una forma acusadamente esquizofrénica: durante el período electoral apelan y aplican una lógica discursiva en la que el interés nacional común es presentado como su ideal motivador y los extremos, sobre todo los situados en el lado contrario al suyo, son el mal absoluto porque no buscan el interés común de una sociedad apilada en el centro. Pero, ¡oh maravilla!, no bien cerradas las urnas los partidos dominantes vuelven a practicar un comportamiento dictado por la lógica más partidista y, en cierto sentido, inspirado más bien en las reglas básicas de la competencia en los mercados que en otra consideración más noble.

Veamos un ejemplo: para el PSOE durante las elecciones no había mal político más abominable que la posibilidad de que creciera Vox y entrara en el Gobierno de España (el fascismo en el Gobierno). Para el PP, el mal correlativo era el independentismo catalán y vasco (destruir la nación). Si ambos aplicasen la derivada lógica de esa consideración, lo obligado ante los resultados que se han producido sería, bien que el PSOE ofreciera al PP el número de abstenciones necesario como para que pudiera formar gobierno sin Vox, o bien que el PP hiciera lo propio para posibilitar un gobierno socialista libre de deudas con los independentistas. Si de verdad creyeran en esos intereses comunes que proclaman, esa sería la consecuencia obligada. Dicho de otra forma, el interés general impondría el pacto en torno al votante mediano.

Esta posibilidad está excluida por definición en España. Sólo mencionarla causa risa. ¿Por qué? Porque los partidos han vuelto, una vez cerradas las urnas, al tipo de comportamiento más sectario y egoísta, el que dicta la lógica de la competencia en el mercado: a quien hay que combatir por todos los medios es al competidor más próximo, que es el que amenaza con apoderarse de nuestra clientela, no al competidor lejano que no supone una amenaza para nuestro producto. Para el PSOE, la regla actual es: al PP ni agua, y el votante mediano que se fastidie. Ya nos ha votado, lo tenemos seguro hasta la próxima, ahora podemos permitirnos políticas centrífugas que son las que nos benefician como partido.

Es relevante señalar que, al actuar así, los partidos no hacen sino seguir una lógica de maximización de sus propios intereses como organización, que no son los mismos que los intereses del conjunto de la sociedad (por mucho que en su discurso intenten confundirlos). Los fines políticos declarados por un partido solo en parte coinciden con los intereses que mueven su acción. Esta es una realidad inevitable que toda democracia liberal en un Estado de partidos tiene que asumir y sobrellevar, y que ahora nos toca experimentar en vivo en España.

Punto en el cual hay que añadir, sin embargo, que en nuestro país, hasta hoy, los partidos se comportan de manera más intensa y persistentemente egoísta que en el panorama democrático europeo, donde es menos inusual el pacto entre competidores directos en bien de la gobernabilidad del país. Aquí no se conoce todavía ejemplo de pacto centrista, y llevamos ya casi cincuenta años de democracia. Durante el franquismo era extendida la opinión de que el problema de la historia española en épocas abiertas era que no había habido tanto ‘partidos políticos’ como ‘partidas políticas’, y algo de verdad había en ello.

Una sociedad está mal servida por sus políticos cuando estos no consiguen representar su rostro en las instituciones y el gobierno. Cuando desfiguran el matizado disenso del común de los ciudadanos y lo convierten en polarización hosca de unos bloques que no pueden siquiera soportarse. Es el triunfo de la mala política, la que consigue empeorar la realidad de la que se alimenta.

Y en eso estamos.