En el desolador panorama en el que hoy se mueve nuestro mundo, con dictadores al frente de grandes potencias –algunos dispuestos a invadir un país vecino por bemoles, como ocurriera en las guerras napoleónicas-, con tiranuelos vocacionales al frente de muchas naciones en vías de desarrollo, caso de Latinoamérica, y con una clase política débil y corrupta, incapaz de hacer frente a sus responsabilidades, a los mandos del llamado mundo libre, dos acontecimientos ocurridos en la última semana han venido a levantar el ánimo de aquellos ciudadanos que siguen creyendo en los valores de la sociedad abierta: el abrumador rechazo en referéndum al proyecto de constitución que hubiera colocado a Chile fuera del ámbito de las democracias liberales, condenándolo a ese futuro de miseria que acompaña a todo régimen comunista, por un lado, y la elección de Liz Truss como nueva primer ministro de Gran Bretaña en sustitución de ese pendón desorejado llamado Boris Johnson, por otro. Un acontecimiento de enorme importancia opacado por el fallecimiento de la reina Isabel II pero llamado a tener, en mi opinión, una enorme influencia en la vida futura de los británicos y, por extensión, del resto de europeos. Porque no será el venerable Carlos III quien saque al Reino Unido del atolladero, sino esta mujer discreta, de apariencia frágil y sin especial carisma pero con una voluntad de hierro, en la que algunos han querido ver una Margaret Thatcher en potencia, que se declara dispuesta a revertir el aparente destino fatal de Gran Bretaña hacia su decadencia definitiva.
Decía Eleanor Roosevelt que «una mujer es como una bolsita de té: no sabes lo fuerte que es hasta que no la metes en agua caliente». La temperatura política en la que Mary Elizabeth Truss acaba de ser elegida nueva inquilina del N.º 10 de Downing Street no es que esté caliente, sino en plena ebullición. De los 172.437 afiliados del Partido Conservador con derecho a voto, 60.399 optaron por Rishi Sunak (ex ministro de Economía de Johnson) y 30.712 no se molestaron siquiera en ir a votar. El de Truss es el triunfo más ajustado desde que los torys permiten a la militancia participar en la elección de líder. Naturalmente, la izquierda «woke» que controla las grandes universidades, la élite progre que se ha hecho rica en la City de Londres y la izquierda reaccionaria del Partido Laborista, ya le han puesto la cruz. Algunos dicen que es simplemente tonta y otros se han apresurado a concederle apenas dos meses de vida como primera ministra (PM). Más lamentable aún es el comportamiento de no pocos diputados torys que, como ya hicieran con Theresa May o con el propio Johnson, empezaron a maniobrar contra ella el mismo día de su elección. Es la prueba evidente de la iniquidad de unas clases políticas que han perdido pie con la realidad, se han olvidado de servir a su país -en Gran Bretaña como en la UE– y cuyo primer objetivo consiste en medrar con fines exclusivamente personales. El final de una raza corrupta y senil.
Pero Liz no es ninguna tonta. Solo estudiantes muy inteligentes tienen acceso a Merton College (Oxford) para cursar matemáticas. Además de haber trabajado como economista para la petrolera Shell y como directora financiera de Cable and Wireless, Truss es la primera auditora contable (miembro del Chartered Institute of Management Accountants), que se sienta en Downing St., y sin duda es también la primera ministra con mayores conocimientos económico-financieros que ha tenido Gran Bretaña en mucho tiempo. De sus habilidades diplomáticas tienen buena prueba en Bruselas, donde sustituyó al halcón David Frost como negociadora del Brexit. «El hecho de que se la descarte como liviana, incluso diletante, es más reflejo de mentes extrañamente misóginas y clasistas que una realidad objetiva», escribía Allister Heath en The Telegraph esta semana.
En realidad lo que parece haber tras la elección de Truss es preocupación. Y también bastante miedo entre ciertas élites acomodadas a que esta mujer llegue a hacer realidad su promesa de sacar a Gran Bretaña del hoyo
En realidad lo que parece haber tras su elección es preocupación. Y también bastante miedo entre ciertas élites acomodadas a que esta mujer llegue a hacer realidad su promesa de sacar a Gran Bretaña del hoyo. El desafío es imponente. Los problemas se acumulan, producto en buena parte de las políticas puestas en marcha por el Partido Conservador en los 14 años que lleva gobernando, aunque la raíz de los mismos habría que buscarla en los Gobiernos laboristas de Blair y Brown. Un país con una inflación que, según Goldman Sachs, podría llegar en 2023 al 22%, muy por encima del 13% auspiciado por el Banco de Inglaterra. Con una sanidad colapsada y gente que muere porque no llega una ambulancia. Con una escasez alarmante de mano de obra, particularmente para los trabajos que desprecian los blancos, a pesar de la gran cantidad de gente que cobra el subsidio de paro. Con la recesión económica llamando a la puerta y dispuesta a quedarse muchos trimestres. Y con una idea extendida en el inconsciente colectivo británico de que este es el amargo fruto del Brexit.
Pero Liz Truss tiene un reto inmediato de primer nivel, un problema cuya solución no admite demora y reclama medidas tan rápidas como drásticas si la mandataria no quiere acabar en la cuneta antes incluso de haber empezado a pedalear. Un riesgo llamado «general Invierno». Me refiero a la escalada de los precios de la energía, con subidas esperadas del 80% a partir de otoño, una situación que amenaza a millones de hogares con no poder poner la calefacción este invierno. El descontento es general y ya se habla de un movimiento destinado a dejar de pagar las facturas de gas y electricidad. Razón por la cual Truss ha anunciado, apenas 48 horas después de su nombramiento, un plan de choque según el cual el hogar tipo británico no pagará más de 2.500 libras al año en su factura energética, a lo que hay que añadir el descuento adicional de 400 libras ya anunciado, lo que supondrá un ahorro medio de 1.000 libras año por familia, una medida que entrará en vigor el 1 de octubre y durará dos años. También las empresas, grandes y pequeñas, podrán acogerse al mismo esquema, aunque solo durante seis meses. Ello por no mencionar la batería de subvenciones directas a distintos colectivos especialmente golpeados por la crisis que ya había puesto en marcha el ex canciller Sunak y que Trass ha prometido respetar. «Décadas de pensamiento a corto plazo sobre la energía no han logrado asegurar el suministro. La guerra en Ucrania ha venido a poner de manifiesto las fallas en nuestra seguridad energética y a aumentar la factura para las familias. Terminaré con esto de una vez por todas», ha zanjado la nueva PM (The Guardian, 8 de septiembre).
El coste de la medida para el Tesoro público se cifra entre los 100.000 y los 120.000 millones de libras, o el equivalente al 5% del PIB británico. Es el mayor programa de asistencia social en la historia británica. Las críticas no se han hecho esperar. En lugar de haber optado por ayudas específicas a las pymes y a los colectivos más frágiles, a las familias con ingresos más bajos, el plan de Truss congelando tarifas es un bazuca que protege por igual a ricos y pobres, aunque es justo reconocer la dificultad práctica para llevar a cabo un programa de ayudas no universal, a tenor, sobre todo, de la presión del momento y la inminencia del invierno. El líder del Partido Laborista, que como Sánchez reclama un impuesto extraordinario a las energéticas, no ha ahorrado críticas. También algunos liberales a la vieja usanza que encuentran muy poco «thacheriano» este tipo de dispendios con dinero público. ¿Quién correrá finalmente con la cuenta? Ni Truss ni su nuevo canciller lo han aclarado, aunque si han advertido que se trata de una medida excepcional que en modo alguno presupone ampliar los límites del Estado del bienestar.
Truss está convencida de que la mayoría de los problemas del Reino Unido, incluido el de la gigantesca deuda pública que resultará de su plan, tienen una solución llamada crecimiento económico (una expresión maldita en la España de Pedro Sánchez)
Liz temía que los acontecimientos se la llevaran por delante si no arriesgaba de entrada, lo que explica un plan tan importante como el citado, que entiende como «un paraguas estatista llamado a proteger y asegurar las reformas económicas» que pretende poner en marcha de forma inmediata. Miembro del Hayek Society de Oxford, partidaria de las tesis que Virgia Postrel defiende en su clásico ‘El futuro y sus enemigos’ (o la necesidad de oponer al estatismo de la izquierda el dinamismo del libre mercado) y ferviente seguidora del economista estadounidense Tyler Cowen, para quien la prioridad moral de todo buen dirigente debería estar centrada en maximizar el crecimiento económico sostenible, Truss está convencida de que la mayoría de los problemas del Reino Unido, incluido el de la gigantesca deuda pública que resultará de su plan, tienen una solución llamada crecimiento económico (una expresión maldita en la España de Pedro Sánchez). Se trata de liberar trabas, bajar impuestos e incentivar la inversión productiva para impulsar una tasa de crecimiento gravemente erosionada por el discurso socialista basado en la igualdad y el reparto, topada por el estatismo a palo seco. Crecer como único y verdadero ingrediente mágico.
Su ministro de Economía, Kwasi Kwarteng, hijo de una pareja de inmigrantes de Gabón y doctor en historia económica por Cambridge, trabaja ya en un ambicioso programa de bajada de impuestos. Bajada de impuestos y reformas y construcción de escuelas, hospitales, carreteras y banda ancha para todo el país, etc., etc. «No podemos seguir dando tumbos de crisis en crisis sin reformar nuestro modelo económico y esperando que los contribuyentes paguen las consecuencias». Pero hay más cosas en el magín liberal de la nueva premier, decidida a convertir a su país en un exportador de energía mediante el levantamiento de la moratoria sobre el fracking, la concesión de licencias para la exploración de nuevos yacimientos de petróleo y gas, la obtención de 24 GW de energía nuclear para 2050 mediante la instalación de nuevas centrales nucleares, la revisión del objetivo de «emisiones cero» para 2050, la eliminación de los impuestos ecológicos en el recibo de la luz y el gas, y algunas cosas más (caso de la reforma radical del mercado energético), todas regidas por ese principio de elemental sentido común o de pura supervivencia, a elegir, según el cual es un suicidio («Desarme económico unilateral» lo llaman algunos) colectivo pretender acabar con las emisiones de carbono al precio de sacrificar el crecimiento, mientras países como China e India se ríen de Occidente construyendo cientos de nuevas centrales eléctricas de carbón.
De momento, la nueva primer ministro ha dado a Gran Bretaña algo de lo que España y la entera UE carecen: ¡esperanza!
Algunas tareas más tendrá que acometer la nueva PM, como poner orden en zonas del país que la emigración violenta ha convertido en auténticos guetos en los que, como ocurre en Francia, no puede entrar la policía y donde hoy vive casi una cuarta parte de la población británica. Antaño conocido como el partido de la ley y el orden, el famoso nasty party de Thatcher, los 14 años de Gobierno conservador han hecho añicos esa reputación, razón por la cual los torys pierden hoy votantes a chorros entre la clase trabajadora. «Dígale a la Policía que deje de bailar la Macarena, que se quiten los colores arcoíris de la cara y que empiecen a investigar robos y crímenes en esas zonas y es posible que recuperen a muchos de esos votantes», escribía estos días Allison Pearson en The Telegraph. Todo esto, naturalmente, y poner coto inmediato al estropicio de un National Health Service (NHS) que simplemente ha dejado de funcionar.
Toda una nueva revolución conservadora, en suma, en cuyo éxito o fracaso Gran Bretaña se juega su futuro. También, naturalmente, esta Unión Europea sometida hoy al dictado de una banda de burócratas fieles seguidores del discurso políticamente correcto en lo climático que propugna la nueva izquierda reaccionaria y su «economía basura», una clase política incapaz de llegar a acuerdos en materia de energía, dispuesta a sumirnos en la pobreza para acabar con las emisiones de carbono y cuya catadura intelectual y moral Putin conoce al dedillo, hasta el punto de jugar con ella como el gato con el ratón. «Liz Truss tiene dos meses para salvar a UK del declive terminal» escribía el lunes Sherelle Jacobs en The Telegraph. Su éxito sería el espejo en que los Macron del continente podrían observar de cuerpo entero su dañina mediocridad. De momento, la nueva primer ministro ha dado a Gran Bretaña algo de lo que España y la entera UE carecen: ¡esperanza! Esperanza en Reino Unido y esperanza también en Chile, a condición, claro está, de que los partidos que apoyaron el rechazo no se dejen hurtar la victoria a manos de esa izquierda comunista que en Santiago prepara, so capa de nuevo proyecto constitucional, su venganza.