RUBÉN AMÓN-EL CONFIDENCIAL
- La arbitrariedad del estado de alarma hasta el 9 de mayo redunda en los poderes de Sánchez y neutraliza el control del Parlamento
Fue Sánchez quien proclamó la victoria sobre el virus el 5 de julio. Y es Sánchez quien desvincula la segunda oleada de la primera, como si el estado de relajación que él mismo predispuso en verano no fuera el origen del rebrote otoñal.
Sostiene Sánchez que estamos más preparados. Y que la letalidad es menor, pero subestima la fragilidad de la sociedad española, el desgarro económico, la crisis social y la congoja que implican el desgobierno de la cogobernanza, rigiendo, como rige, un estado excepcional.
Insiste el presidente del Gobierno en que el estado de alarma se ha adoptado por razones técnicas. Urgía, es verdad, responder al rebrote con las garantías de un paraguas jurídico y constitucional, pero debe y merece discutirse la arbitrariedad política de los plazos. Medio año de estado de alarma representa la medida del volantazo y de la incertidumbre, hasta el extremo de que la única solución digna de tenerse en cuenta consiste en la vacuna.
La mencionó Sánchez como la hubiera mencionado un vendedor de crecepelos. También se escudó en los expertos. Y en el drama europeo, del mismo modo que recurrió a la ‘moral de victoria’, desempolvando el lenguaje bélico con que se recreaba el pasado mes de marzo.
Se trata de coexistir con él y de oponerle el instinto humano de la capacidad de adaptación
No hay moral de victoria. Hay moral de resignación. Se diría incluso que los ciudadanos ya se han acostumbrado a la convivencia con el virus. Se trata de coexistir con él y de oponerle el instinto humano de la capacidad de adaptación.
Tanto es así que las medidas restrictivas y el factor técnico-simbólico del ‘toque de queda’ no contradicen la proliferación de motivos para acostumbrarse a una vida normal. Vamos al trabajo. Los estudiantes acuden a los centros educativos. Y el ocio se restringe de la noche a la madrugada, como si el principal patrón de contagio fuera antropológico y cultural: salir de marcha.
Seis meses de estado de alarma significan asumir la rutina de la excepcionalidad y suponen revestir al presidente Sánchez de una autoridad desproporcionada. No quiere el jefe del Gobierno someterse al escrutinio del Parlamento cada 15 días ni exponerse al rigor de los contrapoderes.
Nuestro césar quiere convertir la gravedad del rebrote en la excusa de una solución desproporcionada
Nuestro césar quiere convertir la gravedad del rebrote en la excusa de una solución desproporcionada. Pretende concitar un apoyo masivo a la altura de una oleada despendolada. Y es verdad que la salida de la pandemia requiere consenso político y cooperación autonómica, pero es Sánchez quien ha colocado el primer motivo de discordia: no el estado de alarma, cuestionado por casi todas las comunidades donde gobierna el PP, sino un plano de ejecución que atraviesa el otoño, el invierno y la primavera. De hecho, el estado de alarma tanto puede utilizarse para relativizar las medidas sanitarias como desarrollar otras mucho más complejas respecto a los derechos y las libertades. Es ahí donde el Parlamento desempeña un papel necesario de refutación y donde se explica la importancia de las sesiones de escrutinio.
No quiere decir que Sánchez vaya a ejercer una tiranía de seis meses. Quiere decir que puede ejercerla, entre otras razones, cuando le pide al Parlamento carta blanca y pretende sustraerse a su control durante medio año. Bien para que no se le moleste. O bien para que la agenda sanitaria no se le complique con la agenda de los Presupuestos.
Revestirlo de poder sin cortapisas ni controles exige un ejercicio de ingenuidad que ya no puede aceptarse
Tenemos muchas y buenas razones para temer el autoritarismo y cesarismo de Sánchez. Los ha ejercido en el periodo de más sugestión pandémica y los ha utilizado hasta límites insospechados con el Parlamento y la Justicia.
Es el motivo que explica la preocupación de su mensaje. Revestirlo de poder sin cortapisas ni controles exige un ejercicio de ingenuidad que ya no puede aceptarse.