Mikel Buesa-La Razón
- La Euro-7, como ha señalado Luca de Meo, es «una norma que va contra la física, pues exige que el coche (de combustión) se comporte como un eléctrico»
En esto, no se trata de discutir la necesidad de rebajar las fuentes de la emisión de gases de efecto invernadero, sino de debatir acerca de la viabilidad del calendario de la electrificación automovilística. Un calendario en el que hay dos fechas cruciales: la de 2035, con la prohibición de la venta de vehículos nuevos no eléctricos; y la de 2027, con la entrada en vigor de la norma Euro-7 sobre emisiones máximas permitidas en los coches recién fabricados. Los plazos son evidentemente perentorios, como ha advertido el Comisario Europeo de Mercado Interior, quien además alerta sobre la destrucción de 600.000 empleos en el proceso. Pero ocurre que, además, se apuesta por una tecnología –la eléctrica– cuyo desarrollo es aún insuficiente y en cuyo soporte compiten varias posibles soluciones. En resumen, el coche cien por cien eléctrico es todavía un producto sujeto a una fuerte incertidumbre. Y si a eso se unen las dificultades de la infraestructura de suministro de electricidad –sobre todo en un medio urbano en el que la construcción es vertical–, se tienen en cuenta los altos costes del producto y se consideran las restricciones del abastecimiento de litio y tierras raras, entonces la apuesta descarbonizadora acaba siendo en extremo arriesgada. Además, la Euro-7, como ha señalado Luca de Meo, es «una norma que va contra la física, pues exige que el coche (de combustión) se comporte como un eléctrico». De ahí que, seguramente, los fabricantes opten por no construir vehículos que la cumplan y desplacen su producción actual de automóviles con motor de gasolina a Asia o África. La trampa saducea del ecologismo está servida.