Juan Carlos Girauta-ABC
- «Dadas las circunstancias, si desean recrearse con lecturas que parten de confinamientos o recogimientos, recomiendo, a quien no lo haya hecho aún, que enriquezca sus horas con «La velada en Benicarló». Manuel Azaña era un notable literato y escribió la obra en plena lucidez, siendo presidente de la República Española»
Hasta que ha llegado lo impensable y el cine apocalíptico se ha convertido en realismo sucio, lo de confinarse por la peste me parecía una idea más que sugerente. Es por la dolencia literaria. ¡Encerrarse en las afueras de Florencia con siete mujeres -y bueno, un par de tíos más- para contarse cuentos subidos de tono! ¿Dónde hay que firmar? Disculpen, no está en nuestro repertorio emocional, que viene de serie, sufrir mucho por los muertos implícitos de la terrible pandemia del siglo XIV que justifica el planteamiento del Decamerón.
Creo que fue Borges, pero ya no sé, quien subraya en algún pasaje lo poco que nos afectan los padecimientos de los habitantes de la arrasada Cartago. El siglo II
antes de Cristo queda demasiado lejos. Pero estábamos con Boccaccio. Después de él, la literatura -sobre todo, como es lógico, el teatro- vuelve a recurrir de vez en cuando a situaciones de encierro forzoso o necesario porque propician un clima especial, absorbente, favorable a confidencias y reflexiones. Me viene a la cabeza, a bote pronto, la cima literaria de Manuel Azaña: «La velada en Benicarló», con subtítulo preciso: «Diálogo de la Guerra de España». En propiedad, ese diálogo nunca ha terminado.
En «La velada», once personajes conversan, durante la cena y la sobremesa, en un albergue. Lo que sucede y ha sucedido fuera, el cómo y el porqué, es el asunto que les ocupa. ¿Y qué sucede fuera? La guerra, claro. «Cuando nos toque a nosotros seremos dos números en la estadística. Sin ninguna razón explicativa de nuestro destino».
Azaña escribió «La velada» en un abril como este, hace ochenta y tres años, y en pleno conflicto. La tragedia había extinguido cualquier resquicio de esa frivolidad que adornó tantas de sus anotaciones, así como sus peores (in)decisiones. Lo releo y pienso en cuán extraño es lo que nos ocurre. ¿Qué te pasa, España? El salto social, cultural, económico, tecnológico, ha sido tan inmenso que podemos afirmarlo sin dudar: nuestros ancianos nacieron en un país distinto, radicalmente distinto al que ahora les descarta en los triajes. Y sin embargo, en este otro país, de gentes ordenadas, cumplidoras, compasivas (solidarias, dirían), pervive tras un pacífico sueño, que creímos vigilia, el lenguaje guerracivilista. El antagonismo sigue siendo el motor de la política y algunas de las siglas principales del problema siguen siendo las mismas que en aquel 1937 de «La velada»: PSOE y ERC para empezar.
Parece una condena. Con todo lo que ha llovido en reconciliación y en libertad y en prosperidad, seguimos aferrados a una lectura de nosotros mismos que es tributaria del fratricidio. Por mucho que las patrullas con que se topa el caminante ya no sean como la que el doctor Lluch, el personaje de Azaña, se encuentra al inicio del libro en su ruta de Barcelona a Benicarló, sino las de abnegados policías democráticos que se juegan su salud para que nosotros conservemos la nuestra cumpliendo el confinamiento.
No puede ser. No hay ninguna razón que justifique este castigo. No acepto que los españoles nazcamos con un doble pecado original, y que el segundo no nos lo perdone el bautismo. Y como no puede ser, afirmo que es mentira, que no existe tan repulsiva determinación, que no estamos condenados por las decisiones de nuestros abuelos, que mejor haríamos en invocar el ánimo con que nuestros padres materializaron la deslumbrante transformación, para bien, de su mundo inmediato, del que les rodeaba. Valiéndose de lo que tenían y de lo que creaban.
La pervivencia de un antagonismo feroz no es algo fatal. Nada menos que en junio de 1956, el Partido Comunista de España se pronunciaba de este modo en declaración formal: «En el campo republicano son más numerosas e influyentes las opiniones de los que estiman que hay que enterrar los odios y rencores de la guerra civil, porque el ánimo de desquite no es un sentimiento constructivo. Un estado de espíritu favorable a la reconciliación nacional de los españoles va ganando a las fuerzas político-sociales que lucharon en campos adversos durante la guerra civil». Para afirmar luego en consecuencia: «El Partido Comunista de España declara solemnemente estar dispuesto a contribuir sin reservas a la reconciliación nacional de los españoles».
Así que, ¿a qué vienen ahora los fervorines, ridículamente anacrónicos, de los sedicentes herederos del antifranquismo? Un antifranquista real debe tener la edad de haberlo sido por acto, no por palabra a posteriori. Y no hay más de ellos en la izquierda hoy que en el centro o en la derecha. Mantener categorías arcaicas para escudarse en una superioridad moral inexistente es un truco sucio y pernicioso, y así hay que decírselo al que lo use. Esgrimir trocitos de puzle de la historia española predemocrática requiere un olvido absoluto de la historia en su sentido riguroso, de la imagen total. Cualquiera puede recurrir a ello para servir a sus fines… siempre que sus interlocutores sean lo bastante ignorantes. Por eso son dignos de encomio los que prefieren estas actitudes: conociendo la historia, renunciar a ella como arma política para el presente; desconociendo la historia, y reconociéndolo, declinar el uso de sus guijarros para tirachinas.
Pero el eco guerracivilista sigue ahí, amplificado contra la voluntad de los protagonistas de la Guerra Civil, la de los padres de la democracia y la de sus innumerables beneficiarios. Y es muy difícil, si no imposible, no reaccionar en sus propios términos cuando los amplificadores emiten desde el Gobierno. Constato lo anterior, pues, sin esperanza.
Dadas las circunstancias, si desean recrearse con lecturas que parten de confinamientos o recogimientos, recomiendo, a quien no lo haya hecho aún, que enriquezca sus horas con «La Velada en Benicarló». Manuel Azaña era un notable literato y escribió la obra en plena lucidez, siendo presidente de la República Española. Y si no les apetece, abstráiganse al menos del ruido virtual y aprovechen el silencio para gozar, en todos los sentidos imaginables, del Decamerón. Ah, Masseto ejerciendo de hortelano en el convento de aquellas monjas incalificables, haciéndose el mudo…