Editorial-El Español
En un nuevo alarde de su logorrea incendiaria, Donald Trump ha afirmado en un mitin en Carolina del Sur que, en el caso de que Rusia invadiese uno de los países que «no pagan» su contribución a la OTAN, no sólo no lo defendería, sino que animaría a Moscú a atacar.
Es cierto que Trump ha hecho esta aseveración con un tono jocoso, y en el contexto de una fábula satírica como las que acostumbra a relatar a su fanatizado electorado.
Tampoco cabe descartar que el aviso responda en realidad a una más de sus habituales bravuconadas que no se verificarían en caso de que alcanzase la presidencia, como tampoco se cumplió durante su anterior mandato su amenaza de retirar a Estados Unidos de la OTAN.
Aún así, el comentario reviste una gravedad enorme por las implicaciones que entraña, como ya ha señalado el secretario general del Tratado. Jens Stoltenberg ha advertido de que «cualquier sugerencia de que los aliados no se defenderán mutuamente socava la seguridad global y pone a los soldados americanos y europeos en riesgo».
La afirmación no puede dejar de resultar muy inquietante si se tiene en cuenta la profesada admiración de Trump por Vladímir Putin. Y también que el republicano ha dado sobradas muestras de no estar comprometido con la defensa mutua de los miembros de la Alianza. Durante su presidencia pujó por disminuir las contribuciones de EEUU, para obligar a cada país miembro a reforzar sus respectivos ejércitos por separado.
Pero con estas declaraciones, Trump ha ido un paso más lejos en su suicida política exterior aislacionista. Porque nunca antes un candidato a presidente de EEUU había sugerido que incitaría a un enemigo a atacar a los aliados estadounidenses.
¿Cabe imaginar un movimiento geoestratégico de consecuencias más nefastas que el de mandar una señal al Kremlin de que el posible próximo presidente se desentenderá completamente de la defensa de Europa?
Esto es tanto como lanzar un mensaje a los países en el área de influencia rusa de que podrían quedar a su suerte si Trump gana las elecciones este año. Y eso habiendo quedado demostrado que la membresía atlántica es lo que ha evitado que Rusia invadiera otros países.
El adelanto de un rechazo por parte de Washington a contribuir a la defensa común no sólo alienta a Moscú a perseverar en su injerencia expansionista, en el contexto de una guerra contra Ucrania para la que cabe suponer que Trump cortaría la ayuda estadounidense. La sugerencia de que EEUU se retirará de su rol disuasor sólo puede favorecer a China, Irán y el resto de actores, que encontrarían vía libre para instaurar el orden iliberal y antioccidental a favor del que están empujando.
Es evidente que la política exterior de Trump, además de transparentar sus preferencias geopolíticas, asume una comprensión equivocada de lo que es la OTAN. Los miembros del Tratado Atlántico no pagan a EEUU, sino que contribuyen a un fondo común que se ha engrosado tras el incremento del gasto en Defensa de muchos países a raíz de la guerra de Ucrania.
Pero el dogmático nacionalismo autárquico de Trump es insensible a este tipo de precisiones. El expresidente ha vuelto a demostrar que está dispuesto a retomar su política aislacionista, con independencia de que eso suponga deshacer el paradigma multilateral, desarbolar el paraguas de seguridad occidental de posguerra y desestabilizar gravemente el orden internacional.
Si Trump vuelve a la Casa Blanca y acomete una involución con respecto a la labor de Joe Biden, que ha tratado de reconstruir la confianza en la disposición de EEUU a intervenir si algún miembro de la OTAN es agredido, Europa se verá obligada a defenderse por sí misma de unos enemigos existenciales envalentonados por el desinterés del nuevo presidente en garantizar la paz mundial.