EL CORREO 29/09/14
PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO, PROFESOR DE HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO EN LA UPV/EHU
· Si seguimos, como hacen muchos todavía, cargando contra la actual derecha por los desmanes de la represión franquista, no saldremos nunca del agujero
El 150 aniversario por el nacimiento, un 29 de septiembre de 1864 en Bilbao, de don Miguel de Unamuno y Jugo, resulta en extremo pertinente en este preciso momento histórico que vivimos, para recordar de nuevo los últimos seis meses de su vida, los que van del pronunciamiento militar del 18 de julio a su fallecimiento el 31 de diciembre de 1936. Durante ese periodo don Miguel tuvo ocasión de mostrar esa genialidad que le acompañó de por vida y que se le despertó, según se deduce de sus propios escritos, durante sus idas y venidas por el Bilbao de su niñez, cuando leyendo la ‘Marisanta’ de Antonio de Trueba, empezó a darse cuenta de que la realidad más próxima, la del Pagasarri o la de Iturrigorri, guardaba un envés fantástico y misterioso que no había por qué ir a buscar a lejanas tierras ni en viajes exóticos: «Tú fuiste, Trueba, el primero / que adivinara mi sino».
Le bastó con conocer la realidad y con pensar su fantasía, primero en Bilbao y luego en Salamanca, para darse cuenta de que nada es solo lo que parece a primera vista y que las definiciones precisas siempre guardan, como un secreto, la contradicción que permite redefinirlas, reescribirlas. Y fue con motivo del inicio de la guerra civil, que inauguró la última etapa de las varias con las que cabe analizar su complejísima trayectoria vital, cuando comprobamos a un Unamuno en plenitud, mientras cumplía sus 72 años, demostrándonos de nuevo que todo tiene una vuelta más y que siempre cabe un esfuerzo añadido para no quedarse en la cotidianidad de lo conocido, de lo ya sabido.
Empezó dándole la razón al alzamiento militar, que según él permitiría acabar con el desastre en que se había convertido la Segunda República. Ese pronunciamiento a favor de los facciosos llevó al Gobierno republicano, por mano de su presidente Manuel Azaña, a despojarle de su condición de rector vitalicio de la Universidad de Salamanca, condición a la que le restituyó al poco tiempo el nuevo gobierno sublevado. A ello siguió su posterior denuncia contra los latrocinios que los alzados estaban cometiendo en toda España, enfrentándose, aquel famoso 12 de octubre de 1936, nada menos que con Millán Astray, el fundador de la Legión, a quien reprochó la inhumanidad y la falta de inteligencia que derrochaban entonces los que, por acabar con los desmanes de la República, estaban provocando otros aún mayores por el bando sublevado. Tras esta nueva vuelta de tuerca a la realidad atroz que estaba contemplando, fue de nuevo despojado, esta vez por el mismo bando que le restituyó, de su condición de rector vitalicio. ¿Cabe más demostración de no estar ni con ‘hunos’ ni con ‘hotros’, como él escribía, que haber sido ensalzado y defenestrado por los dos bandos en tan escaso margen de tiempo?
Para quienes siguen ahora, casi ochenta años después del inicio de la guerra civil y de la consiguiente dictadura, pensando que solo uno de los dos bandos tenía la razón, deben volver a Unamuno sin remedio, a leer ‘El resentimiento trágico de la vida’ y los muchos análisis sobre ese periodo fatal y desgraciado, pero al mismo tiempo revelador y ejemplarizante, para comprender lo que era la España de entonces según uno de sus más grandes intelectuales que la han sentido, pensado y escrito.
Quienes siguen queriendo reabrir las heridas de aquel tiempo, creyendo que todavía hay que satisfacer una deuda pendiente por la dictadura y sus injusticias, tienen en Unamuno la prueba definitiva de que es posible, como él decía, la ‘alterutralidad’, es decir, no conformarse con estar en medio, reivindicando una cómoda neutralidad, sino denunciando las iniquidades de ambos bandos, buscando la forma de acabar con los elementos degenerados, envilecidos, que campaban a sus anchas en cada uno de ellos, y sufriendo las consecuencias por ello. En una República, no lo olvidemos, que fue reivindicada en su prístino sentido por los propios sublevados en el momento del alzamiento, asumiendo como propia la bandera tricolor durante las primeras semanas, hasta que el 30 de agosto de 1936 rescataron la anterior rojigualda.
Lo que más inaplazable resulta denunciar en el programa de la memoria histórica, según los promotores de este revisionismo que no cesa, es la dimensión de una represión franquista brutal y genocida, que no habría sido ajusticiada en el grado merecido ni en su más ínfima parte. Pero a esta reclamación cabría contraponer otro argumento: ¿es que el bando republicano, después de comprobar cómo se las gastó en el territorio bajo su control tras el alzamiento, habría hecho las cosas de otra manera de haber resultado vencedor? Y a los que consideran que la respuesta es un rotundo sí, porque habría sido más benévolo o civilizado, se les puede recordar también que nadie en Europa, ninguno de los países más avanzados en democracia, justicia y libertades, como Francia o Gran Bretaña, hizo nada por salvar a la República española. Recordemos los tristes episodios de todo un Gobierno republicano francés agrupando a los exiliados españoles en campos de concentración, como el de Gurs, al que fueron a parar tantos huidos desde el frente del norte, o poniendo el edificio de la sede del Gobierno vasco en el exilio, y sin ningún escrúpulo de conciencia además, en manos de Franco.
Si seguimos, como hacen muchos todavía irresponsablemente, cargando contra la actual derecha por los desmanes de la represión franquista, no saldremos nunca del agujero, eso es seguro. ¿Por qué no volvemos al Unamuno que agonizaba en Salamanca, desengañado de todos, frustrado de España, y acabamos de una vez con esta pesadilla de la memoria histórica, que solo conlleva resentimiento y que quiere seguir repartiendo culpas hoy por un pasado que, al fin y al cabo, proyecta sus luces y sus sombras sobre todos nosotros?