El Correo-PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO Profesor de Historia del Pensamiento Político de la UPV/EHU
Ciudadanos insiste en modificar nuestro sistema electoral, de modo que el mínimo del 3% de votos necesario para que un partido tenga representación nacional se atribuya, en lugar de a cada circunscripción electoral, como se hace ahora, al conjunto de los votos conseguidos en todo el Estado. Esta propuesta dejaría fuera de las Cortes Generales a los partidos nacionalistas –objetivo confeso de la formación naranja–, lo que impediría su implicación en la gobernabilidad del país, en la que han tenido un protagonismo con luces y sombras desde el inicio de la Transición. Además, dibujaría unas cámaras que no reflejarían con nitidez la pluralidad política de España y dificultaría incluso el reconocimiento del Parlamento español por parte de las fuerzas mayoritarias en nacionalidades históricas como Euskadi y Cataluña, con las consecuencias que de ello pudieran derivarse –previsiblemente, no positivas– para el futuro del proyecto común que debe ser España.
Ante esa iniciativa caben dos tipos de consideraciones. La primera, en cuanto a su manifiesta inviabilidad tanto teórica como práctica. Que en la sede de la soberanía nacional haya partidos que no comparten el principio de que cada diputado representa a toda la nación es, simplemente, el resultado natural de un adoctrinamiento continuado ejercido por los nacionalismos en sus territorios de influencia. Pero lo que no se puede ahora es contrarrestar eso cercenando derechos políticos de los ciudadanos.
Por otra parte, la alteración del porcentaje mínimo para entrar en las Cortes no solo segaría la hierba bajo los pies a los partidos nacionalistas, sino también a los regionalistas como UPN o los aragoneses del PAR. Y para alcanzar el objetivo planteado sería necesario un acuerdo de al menos tres de las cuatro grandes formaciones de ámbito nacional que permitiera alterar no solo la ley electoral vigente, sino –dependiendo del desarrollo de la reforma propuesta– también la Constitución. Pero el panorama actual no invita a creer que eso sea posible.
El segundo bloque de consideraciones se refiere a lo que sí podría dar lugar una propuesta como la de Ciudadanos: a una reflexión en serio sobre las condiciones de nuestro sistema electoral y de representatividad política, en el que es posible que partidos que no representan ni al 3% del total del voto nacional tengan un peso determinante en las Cortes Generales, sobre todo en el Congreso. Una influencia que, en función de la aritmética parlamentaria, les permite incluso tumbar un Gobierno o ponerle un ultimátum, como acabamos de ver, al convertirse en árbitros de un Parlamento partido en dos y en el que los grupos mayoritarios, que se han alternado en el poder desde la Transición, tienen poco menos que aversión a sellar pactos entre ellos.
No estaría mal contrastar nuestro sistema electoral con el alemán, por ejemplo, que pasa por ser uno de los más solventes del mundo, y que divide sus dieciséis lander en 299 circunscripciones, en las cuales cada elector cuenta con dos votos para las generales. Con uno de ellos votan por su circunscripción, de donde salen 299 diputados por mandato directo. Y con el otro voto optan por los partidos que conforman las mayorías parlamentarias, de modo que ningún partido que no cuente con el 5% de votos en toda Alemania puede acceder al Parlamento, salvo que –y aquí está la oportunidad para partidos nacionalistas como los nuestros– haya obtenido tres mandatos directos, que darían derecho a aumentar la representación de un partido que no llegue a ese 5%, pero sin darle nunca, en una Cámara con más de 700 asientos como la alemana, la posibilidad de condicionar al Gobierno, como ocurre en España.
En cambio, un sistema electoral como el español da lugar a que un partido como el PNV, en un Congreso de 350 diputados, pueda con sus cinco escaños contribuir decisivamente a que caiga un Gobierno. Ya lo vimos en la histórica sesión del pasado 1 de junio. Así que cuando el PNV avisa de una paciencia que estaría llegando a su límite, como ha hecho con Pedro Sánchez, lo que demuestra es haber interiorizado como algo normal una influencia absolutamente desproporcionada en relación con su peso electoral real; una disfuncionalidad que, a buen seguro, ningún partido nacionalista querría para sí en su propio territorio. Hablamos de eficacia legislativa y estabilidad gubernamental, que son palabras mayores para cualquier sistema político democrático que se precie.
De modo que, mientras no haya un acuerdo entre los grandes partidos de ámbito nacional para abordar reformas constitucionales de calado, ¿quién y cómo va a poder pedirles a los partidos nacionalistas un poco de mesura a la hora de manejar esa enorme influencia que les concede el sistema político español? Por lo que respecta al PNV, que tanto utiliza la tradición foral para fundamentar su querencia por la confederación y la bilateralidad, como vemos en la negociación del nuevo Estatuto, debería saber que hasta las Cortes de Cádiz –o sea, durante todo el periodo que podemos denominar de la foralidad clásica– ningún representante vasco acudía a ninguna asamblea política que estuviera fuera de su territorio histórico respectivo.