Urdangarin, su suegro y su cuñado

Roberto Blanco Valdés, LA VOZ DE GALICIA, 4/12/11

Poco a poco, pero de manera imparable, el que puede ya llamarse caso Urdangarin va dando en un escándalo de tales proporciones que podría acabar por afectar muy negativamente a la popularidad de la Corona. Y la popularidad no constituye, para las monarquías, algo en absoluto irrelevante.

La razón es muy sencilla: las autoridades con gran legitimidad de origen -todas las elegidas- pueden permitirse ciertos descuidos con su legitimidad de ejercicio porque el punto de partida (la selección democrática) resulta tan potente que -aunque no sin limitaciones, desde luego- es capaz de amortiguar los efectos de la impopularidad.

Con las instituciones de legitimidad de origen nula o muy escasa -la que nace en la historia, como le sucede a los monarcas- las cosas funcionan al contrario: la legitimidad de ejercicio -la que se gana día a día con el buen hacer y la prudencia-, es decisiva, porque, faltando el apoyo popular, puede decirse que falta lo que sostiene a la propia institución. El caso del rey Juan Carlos lo demuestra así de un modo concluyente.

Podría pues concluirse que, mientras que la utilidad de la democracia reside en la misma democracia, la de la monarquía consiste en que sea útil. ¿Lo ha sido la nuestra? Aunque negarlo está de moda, soy de los que creen que el factor de unidad política (más allá de ideologías y partidos) y territorial (más allá de localismos y nacionalismos) que ha supuesto la monarquía ha sido decisivo para la consolidación de nuestra democracia. Creo incluso más: que las monarquías parlamentarias pueden funcionar mejor que las repúblicas al no duplicar el poder ejecutivo (jefe de Estado y jefe Gobierno) y eliminar, en consecuencia, todos los problemas que nacen de tal duplicidad.

Pero para que las monarquías cumplan tal función… ¡es necesario que la cumplan! No, no se trata una tontería tautológica: las monarquías son un potente factor de unidad, muy necesario en países donde esa unidad es débil y discutida por los nacionalismos (véase, si no, el caso trágico de Bélgica, donde flamencos y valones no tienen ni partidos, ni periódicos, ni televisiones en común y donde es la monarquía la que hilvana un país deshilachado por los nacionalismos etnicistas). Pero las monarquías son un factor de unidad si son populares, más allá de ideologías y partidos, que es lo que ha pasado en España hasta la fecha.

Ese resultado ha venido facilitado, no se olvide, por el pacto tácito de silencio sobre todo lo que afectaba a la Corona. Desaparecido ese pacto, que ya no volverá, el rey, el príncipe y todos los que se mueven en su entorno deben tener un comportamiento ejemplar, pues, de no tenerlo, ya nadie acudirá a tapar sus faltas para que la opinión pública no llegue a conocerlas. Más bien, tenderá a ocurrir todo lo contrario.

Al margen del comportamiento personal del afectado, increíble en quien ocupa su lugar, el caso Undargarin pone de relieve la urgente necesidad de que la Casa del Rey controle con pulcritud los comportamientos de quienes se mueven en el entorno familiar del rey y del príncipe heredero. Pues aunque las acciones de ambos fueran irreprochables, esas personas podrían hacerle mucho daño a la monarquía española y a todo lo que esta contribuye a asegurar.

Roberto Blanco Valdés, LA VOZ DE GALICIA, 4/12/11