Editorial-El Español
La extrema debilidad parlamentaria de Pedro Sánchez, su necesidad del apoyo sin fisuras de partidos nacionalistas enfrentados por la hegemonía en sus respectivas regiones y su aparente disposición a debatir cualquier propuesta que llegue a su buzón, por disparatada que sea esta, ha desatado una escalada de exigencias cuyo único punto en común es su voluntad de desbordar la Constitución con el objetivo de incrementar la desigualdad entre ciudadanos españoles en beneficio de unos pocos.
La última de esas exigencias, el bautizado como ‘plan Urkullu’, supone una puesta al día del fallido ‘plan Ibarretxe’ de 2005, un Estatuto de Autonomía de nuevo cuño que consagraba el derecho a la autodeterminación del País Vasco, que exigía un Poder Judicial propio para la región y que reclamaba garantías de que el Tribunal Constitucional no se convertiría en un obstáculo para la secesión de esa parte del territorio nacional.
El ‘plan Ibarretxe’ fue rechazado en el Congreso de los Diputados por 313 votos en contra, incluidos los del PSOE, y sólo 29 a favor. Pero ha renacido en boca de Iñigo Urkullu en forma de artículo publicado, con un nada casual sentido del timing, en el periódico utilizado de forma habitual por la Moncloa para lanzar sus globos sonda, preparar a su electorado para las medidas más difíciles de digerir por la sensibilidad progresista e imponer su agenda política entre la izquierda española.
El ‘plan Urkullu’ utiliza más de un eufemismo en el mismo texto para hablar de secesión («federalización asimétrica», «horizonte confederal») y reclama, en el habitual lenguaje convoluto del PNV, un estatus para el País Vasco en su relación con el Gobierno central al que no tendrían derecho comunidades como Andalucía, Extremadura o las dos Castillas. Cuando Urkullu habla de confederación no lo hace en su sentido recto, el de unir lo que está desunido, sino en el contrario, el de desunir lo que está unido con el objetivo último de beneficiar a las regiones secesionadas y perjudicar a las que se quedan «atrás».
Una atenta lectura del texto de Urkullu confirma que su plan parece tan preocupado por exigir privilegios para el País Vasco como por impedir que esos privilegios sean concedidos a otras comunidades que no sean Cataluña, Galicia y la suya. Porque para que existan españoles de primera deben existir necesariamente españoles de segunda e incluso de tercera, estatus que le correspondería a los ciudadanos del País Vasco que no compartieran esa idea de una región monolingüe y monocultural defendida por Urkullu.
Urkullu habla incluso de una «convención constitucional» que correría con la misión de «reinterpretar» la Constitución en el sentido más adecuado para los intereses del PNV. De nuevo un uso creativo del lenguaje que enmascara el pisoteo de la Constitución con el eufemismo, mucho más digerible, de la «reinterpretación». Llevada a sus últimas consecuencias, la «reinterpretación» de Urkullu permitiría la comisión de cualquier delito o acto ilegal amparándose en una relectura «creativa», más «flexible» y «adaptada a los tiempos» del Código Penal o de cualquier otro texto legal, como el de la Constitución.
La ambigua respuesta del Gobierno es tan inquietante como sorprendente. Nadia Calviño ha dicho comprender que los partidos nacionalistas quieran avanzar en el autogobierno, obviando que el ‘plan Ibarretxe’ no pretende más autogobierno, sino todo el autogobierno.
Félix Bolaños, por su parte, ha calificado la propuesta del lehendakari de «muy legítima». «Todo el mundo es consciente de que nos tenemos que entender entre diferentes» ha añadido el ministro de la Presidencia en funciones, olvidando que no existen, o que no deberían existir, esas «diferencias» entre españoles iguales en derechos y obligaciones.
No existe hoy en España una demanda ciudadana, más allá de los intereses particulares de unos partidos nacionalistas que representan a un porcentaje mínimo de la sociedad española, de una «reinterpretación» de la Constitución como la que pretende Urkullu. Lo que sí existe es una ventana de oportunidad parlamentaria abierto de par en par por las elecciones de 23-J y que han dejado a Sánchez en una posición de debilidad incompatible con cualquier idea más o menos razonable de gobernabilidad.
El ‘plan Urkullu’ no aspira a obtener concesiones del Gobierno en beneficio del País Vasco, una aspiración legítima, aunque indeseable. Aspira a rediseñar la estructura territorial del país puenteando la Constitución, rompiendo el principio de solidaridad interterritorial y convirtiendo la comunidad más privilegiada del país en términos fiscales en una isla soberana con todas las ventajas de la independencia, pero ninguno de los inconvenientes, que correrían a cargo del resto del país.