Vacaciones

JON JUARISTI, ABC 11/08/13

Jon Juaristi
Jon Juaristi

· Al paso que vamos, las vacaciones pagadas serán pronto un recuerdo amable en una civilización puritana y estajanovista.

Probablemente la anécdota sea apócrifa, pero cuentan en Vera de Bidasoa que quienes pasaban junto a Itzea y veían a Pío Baroja sudoroso, removiendo la tierra con una azada, le preguntaban: «Qué, don Pío, ¿trabajando?». A lo que el escritor respondía: «No, descansando». Y que a los que, al verlo después tendido a la sombra de la casa, junto a un botijo o similar, inquirían: «¿Descansando, don Pío?», contestaba Baroja: «No. Trabajando».

En Hannah Arendt, la reciente película de Magarethe von Trotta, hay varias secuencias en que el personaje epónimo aparece tendido en un sofá y fumando como una chimenea. El espectador poco informado se queda dudando si la pensadora alemana era una migrañosa o una indolente crónica. Nada de eso. Basta acudir a las biografías más solventes de Hannah para descubrir que no podía trabajar de otra manera. Su mentor y amante por algún tiempo, Martin Heidegger, cuando necesitaba pensar a lo grande, se retiraba a su cabaña de la Selva Negra y desmantelaba la tradición metafísica mientras daba largos paseos por el bosque. Hoy les doblarían el horario de clases lectivas, para que escarmentaran.

Estudié en un colegio católico, del que lo mejor que se puede decir ya lo dijo mi paisano, el filósofo Daniel Innerarity, que también pasó por sus aulas: «Nos enseñó a perder el tiempo». Lo que más sigo estimando de aquella pedagogía católica es la valoración del ocio. Qué extraños resultan ya, qué ajenos a la mentalidad de nuestro tiempo, los escritos sobre el trabajo intelectual de Josef Pieper, Jean Guitton o Romano Guardini. En ellos se manifestaba a las claras la doble herencia del cristianismo: la filosofía griega, nacida del diálogo, de la parresia, de la libre discusión entre ciudadanos desocupados que buscaban la verdad, y el judaísmo, es decir, la reacción ética de un pequeño pueblo del Creciente Fértil contra los Estados hidráulicos que esclavizaban a sus poblaciones. El ocio fue una creación simultánea de griegos y hebreos. De unos, para dedicarlo al ejercicio del pensamiento racional. De otros, para consagrarlo a la expectación del reino mesiánico.

Pero la vieja Europa surgida del cristianismo no supo universalizar este valor. Se lo reservó en exclusiva y exportó un modelo de civilización productivista, basado en la técnica y en la economía. Sin el contrapeso de un concepto positivo del ocio, la civilización europea, allí donde se expandió, derivó en una forma nueva de barbarie. La globalización nos ha devuelto e impuesto aquel modelo mutilado. En Europa, la retribución en tiempo libre dulcificó la disciplina industrial, lo que permitió la aparición del obrero consciente y, por tanto, del socialismo. En los EEUU, los sueldos altos y la práctica inexistencia de ocio favorecieron las tendencias conservadoras. La única izquierda norteamericana salió de la clase media universitaria y ahí sigue.

Tanto los Estados Unidos como las economías emergentes y postcomunistas desconfían del modelo europeo de retribución en ocio porque lo identifican con el parasitismo (Thorstein Veblen), con la inestabilidad política o con ambas cosas a la vez. El declive de la religión ha hecho de la fiesta sagrada algo incomprensible, y la evocación de una alegría de vivir propia de la civilización europea les suena a los descendientes de los colonizados a puro cinismo de vagos y maleantes. Lo que se lleva es un híbrido de puritanismo remozado en las universidades americanas de la costa este y de estajanovismo chino absolutamente hostil a la idea civilizada de tiempo libre. Y como esto sea también la fe común de las nuevas elites europeas, las vacaciones pagadas pronto serán un recuerdo o ni eso.

JON JUARISTI, ABC 11/08/13