ABC-JON JUARISTI

La última novela de Houellebecq: una convincente elegía por Europa

HATHOR (Hut-hor), hija de Ra y esposa de Horus, fue probablemente diosa nutricia y matriarcal en el Egipto predinástico, antes de que Isis le usurpara ambas funciones, lo que es posible que sucediera también en la Grecia arcaica con la pobre Hera, desposeída de aquellas por Artemisa (o sea, por Diana, pues grande era la Diana de los efesios, como se sabe). A Isis y a Diana se las representaba como diosas multimamarias; es decir, cubiertas de tetas. Hathor y Hera, reducidas a esposas de los dioses mayores, y sin nada que hacer en todo el día salvo espiar a sus maridos, se pusieron muy pronto como vacas, y en forma de vaca se mostraban a los mortales: Hathor, con el disco solar entre los cuernos, y Hera, «con ojos de vaca», como la evoca Homero.

La vaca no sólo ha sido un animal sagrado en la India: también lo fue en la Vieja Europa, y García Lorca, que trató de restaurar en su poesía la religión de los chamanes preindoeuropeos, presenta, en el

Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías, a la Vaca del Viejo Mundo pasando su triste lengua sobre «un hocico de sangres derramadas en la arena»; es decir, a la antigua divinidad maternal lamiendo la sangre de sus hijos, toros y toreros. Viejo Mundo, Vieja Europa, Vieja España de las diosas vacas.

El 29 de agosto del pasado año, aludiendo al libro colectivo Des animaux et des hommes ( Stock/ France Culture, 2018), publicado bajo su dirección, confesaba Alain Finkielkraut a L’Express: «Que la danza de las vacas pueda tener todavía lugar sobre la Tierra, tal es la última finalidad que sobrevive en mí a todas las concesiones acomodaticias». Contra la estabulación y la cría intensiva, Finkielkraut defiende el derecho de las vacas a los pastos y a continuar celebrando cada año, al salir del abrigo invernal, su baile de matronas adolescentes sobre los campos que renacen.

Isaac Bashevis Singer, que rezó llorando ante la cabeza de una vaca recién sacrificada, expuesta en el escaparate de una carnicería de Varsovia. Milan Kundera, para quien la vacas «son apacibles, sin malicia, de una alegría pueril… nada hay más conmovedor que unas vacas jugando». La vaca ciega del poema de Joan Maragall, imagen de la voluntad de la Naturaleza, que tanto emocionó a Unamuno. El bestiario vacuno de la literatura occidental es extensísimo. A ningún otro animal (con la sola excepción del gato) han rendido escritores y artistas un culto tan constante. Ni siquiera a la oveja. Por algo será. Piedad e incluso amor por las vacas rebosa la última novela de Houellebecq, Serotonina (Anagrama, 2019), que ha llegado estos días a las librerías españolas: una tremenda elegía por la Europa de los campos. Ninguna imagen más terrible que la de las pobres vacas normandas abandonadas a su suerte en los establos tras el suicidio de su dueño, metáfora de la desaparición de lo que queda del Viejo Mundo.

El baile de las vacas de Finkielkraut remite inevitablemente a otro baile, el de los solteros de su Bearn natal que describió Pierre Bourdieu: el triste merodeo de los mozos viejos por los bailes aldeanos de los Pirineos occidentales ya en los Treinta Gloriosos años de la segunda posguerra mundial, cuando las sociedades agrarias europeas se empezaban a deshacer en aras de la pujante agricultura industrial. Este mundo de los tiones, de los ganaderos solterones y de sus vacas normandas o frisonas, condenado a desvanecerse en las tinieblas del Antropoceno, escenifica en Serotonina una danza macabra a la que se irán incorporando los restos del Viejo Mundo, de la Vieja Europa y de la Vieja España, los pastores masai, los granjeros franceses, los tractoristas catalanes y demás tesoros nacionales moribundos.