JUAN RAMÓN RALLO-EL CONFIDENCIAL

  • El problema no reside en que nuestro aparato estatal esté en los huesos, sino en que padecemos una Administración pública torpe, lenta, anquilosada e hiperburocratizada
 España apenas ha vacunado hasta el 3 de enero a 80.000 personas: una absoluta nimiedad que no solo es atribuible al insuficiente ‘stock’ de vacunas, sino a la incompetencia de las administraciones públicas nacionales a la hora de organizar con eficacia un proceso de vacunación rápido y a gran escala. Hasta el momento, solo hemos aprovechado el 11,5% de todos los fármacos con que contamos y, en consecuencia, únicamente el 0,18% de la población española ha recibido una primera dosis: y aunque es altamente probable que el ritmo de vacunación vaya mejorando durante los próximos meses (conforme lleguen más vacunas y los políticos aprendan de sus errores y rectifiquen), ya hemos malgastado —como poco— una preciosa semana, con todo lo que ello supone de futuras pérdidas humanas y económicas que podríamos haber evitado.

Pero ¿cuál es el motivo de este fiasco? ¿Por qué nuestro Estado está siendo tan incompetente a la hora de movilizar recursos en acelerar un proceso con unos beneficios sociales tan potencialmente gigantescos? Una de las justificaciones que ya están sobrevolando el ambiente y que seguramente cobren más fuerza durante los próximos días es la de que contamos con un sector público raquítico: el Estado, y también el sistema sanitario público, ha sufrido enormes recortes durante años y ahora, como resultado, carece de capacidad para organizar una vacunación rápida y masiva. Este argumento es, sin embargo, deficiente por dos razones.

Primero, el Estado español no es un Estado raquítico: en 2019, el gasto público se ubicó en el 42% del PIB, esto es, por las manos del sector público pasan cuatro de cada 10 euros de valor generados por nuestra economía. De hecho, el país que hasta la fecha ha implementado un proceso de vacunación más eficaz ha sido Israel, cuyo Estado fue ligeramente menor que el de España en 2019 (39% de gasto público sobre PIB): Israel ya ha logrado vacunar al 14% de su población o, expresado en otra métrica aún más sorprendente, a más personas que toda la Unión Europea conjuntamente (pese a que su población es un cincuentavo de la de la Unión Europea). Asimismo, los otros dos países que —a mucha distancia de Israel— han vacunado a un mayor porcentaje de su población (el 1,4%) son Reino Unido y EEUU, dos Estados igualmente menores que el español (gasto público del 38,6% en Reino Unido y del 35,7% en EEUU).

En el otro extremo, en cambio, encontramos a Francia, uno de los Estados más grandes del planeta (gasto público del 55% del PIB) y que ha vacunado hasta ahora al 0% de sus ciudadanos. La eficacia estatal en materia de vacunación no depende, pues, de los recursos que tenga el Estado, sino de cómo los distribuye y organiza. En este sentido, la urgencia de la vacunación exigiría redistribuir las prioridades del gasto público: recortar las partidas menos relevantes y focalizar los recursos en acelerar la vacunación. Pero no se está haciendo.

Segundo, aun en el caso de que los muchísimos recursos ordinarios que maneja el Estado español ya se hallaran firmemente comprometidos en actividades imprescindibles, nuestro sector público puede endeudarse para incrementar a corto plazo los medios materiales de los que dispone (de hecho, en las condiciones financieras presentes, incluso podemos endeudarnos a tipos de interés negativos). Pocas inversiones tendrán ahora mismo un efecto multiplicador tan ciclópeo como el de acelerar la normalización de la vida social y, por tanto, la recuperación económica (y de los ingresos públicos): la vacunación es una inversión que con toda seguridad se repaga a sí misma y que no tiene ningún sentido retrasar por presunta insuficiencia de capitales. Si el obstáculo fuera verdaderamente que el Estado carece de recursos financieros para organizar un proceso de vacunación 24 horas al día y siete días a la semana, bastaría con que acudiera a los mercados a lograr esos recursos. Pero tampoco lo está haciendo.

No, el problema no reside en que nuestro aparato estatal esté en los huesos —que no lo está—, sino en que padecemos una Administración pública torpe, lenta, anquilosada e hiperburocratizada que, para más inri, ha sido capturada y está siendo dirigida por elites políticas deplorables y pésimamente seleccionadas. Y ninguno de estos problemas de fondo se soluciona ni con más impuestos ni con más gasto público. La mala gestión de la pandemia y el fiasco inicial de la vacunación están poniendo de manifiesto los auténticos problemas de fondo de nuestras instituciones estatales: no es que sean demasiado pequeñas, sino que son demasiado ineficaces.