José María Ruiz Soroa-El Correo
Los homenajes de la izquierda abertzale a los etarras que salen de prisión demuestran que el Estado ha ganado al terrorismo, pero sin que quienes lo practicaron o avalaron admitan su error
Se recuerda estos días en España la escena ocurrida en el paraninfo de la Universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1936, aquella que tuvo por protagonistas al rector Unamuno y al militar Millán Astray y por esfinge muda a la esposa de Franco. En realidad lo que se recuerda es una versión mítica de aquella escena, cuyo contenido preciso no se conoce, pero que fue reconstruida literariamente muchos años después como un enfrentamiento dialéctico y trágico entre la fuerza de la razón compasiva (el sumo sacerdote de la inteligencia que era el rector) y la de la voluntad brutal de aniquilar al adversario (el militar africanista fundador del Tercio de Extranjeros).
Lo poco que se puede afirmar con seguridad de aquel acto es que Unamuno echó mano en su intervención de la dicotomía (nada original) entre «vencer» y «convencer». Lo prueba el hecho de que la frase está escrita de su puño y letra en el pedazo de papel en que anotó unas pocas ideas antes de tomar la palabra. Y, por todos los indicios, advirtió desgarradamente a los sublevados de que con sus comportamientos crueles e inhumanos (a Unamuno le habían despertado de su sueño antirrepublicano los cuerpos yertos de varios amigos paseados en las noches salmantinas) llevaban camino de vencer, quizás, pero no de convencer. Y así fue: se impusieron, pero nunca se legitimaron.
Viene a cuento esta evocación de un pasado tan lejano cuando uno contempla el espectáculo hodierno de los ‘ongi etorris’ que la izquierda abertzale dedica con aplauso a los asesinos o secuestradores que van saliendo de la cárcel y regresando a sus hogares. Porque, con independencia del sentimiento moral que susciten (a mí, el de hallarme ante una humanidad en ruina), lo cierto es que nos ponen ante una realidad palmaria: a la izquierda abertzale favorable al terrorismo, y al terrorismo mismo, se les ha vencido, pero no se les ha convencido.
La acción implacable del Estado de Derecho les ha ganado la partida, les ha metido en la cárcel y les ha obligado a dejar la violencia simplemente por extenuación y carencia total de cualquier perspectiva de continuidad. Pero no les ha convencido. O, mejor dicho, les ha convencido tácticamente en el plano político de futuro en el que han adoptado el juego democrático normalizado, pero no en el plano ideológico y moral (menos aún en su propia autovaloración) en el que siguen sin admitir que la violencia, sencillamente expresado, estuvo mal. No de que fuera un error político o un desvío histórico (como dice Daniel Innerarity que sí admiten), no, sino de algo previo y más sencillo: que estuvo mal porque sacrificaba a otros seres humanos como si fueran simples medios para otra cosa. Y el ser humano es un fin en sí mismo. De esto no se han convencido, y lo demuestran dando la bienvenida cariñosa y triunfal a los presos que vuelven después de matar.
¿Por qué no se les ha convencido? Hay opiniones al respecto. Un libro reciente (‘La derrota del vencedor’, de Rogelio Alonso) achaca a los desvíos negociadores de la política antiterrorista de Zapatero y Rajoy el hecho de que el nacionalismo violento haya podido finalmente salvar los muebles y disponer con tiempo de estructuras políticas y sociales desde las que construir un relato de justificación del pasado y de perpetuación de su ideología. En realidad, el Estado de Derecho no habría vencido, sino que más bien habría sido derrotado en el plano político y social, y buena prueba de ello lo sería la hegemonía palmaria del nacionalismo en la sociedad vasca.
Personalmente, discrepo de esta opinión. Creo que no era misión del Estado de Derecho (leyes, jueces, policías) imponer una ideología o derrotar a otra, aparte de que carecía de medios y fuerza para tal cosa. El Estado puede y debe vencer con sus instrumentos de coerción a quienes delinquen, pero… ¿convencerles? A ellos mismos, casi imposible. ¿A su entorno político? ¿Convencer a toda una sociedad de que es un credo como el nacionalista el que puede producir crímenes cuando las circunstancias históricas hacen que algunos se lo tomen mortalmente en serio, como de hecho hicieron?
Desgraciadamente, los tribunales no educan con sus castigos. No es esa su misión ni su poder. Sus sentencias pueden orientar, pero sólo cuando el resto de fuerzas vivas actuantes en una sociedad concreta reman unidas en ese mismo sentido. «El dios de la tribu es la tribu misma», decía Durkheim. Pues la sociedad-dios vasco no ha colaborado a convencer de nada, sino que ha mantenido un papel de espectador confundida. Y las fuerzas políticas, sociales y religiosas dominantes tampoco han querido asumir esa tarea de convencimiento, o lo han hecho y hacen de una manera tan sesgada por su interés doctrinario que, en realidad, colaboran más bien a mantener un relato de opresión secular que explica lo sucedido poco menos que como una inevitabilidad histórica.
Al final, resulta que los recibimientos alegres y combativos a los excarcelados no son tanto una anomalía sangrante, sino una expresión más de la peculiar manera desnortada con que la mayoría social vasca vivió y recuerda el terrorismo: lo mismo puso a las víctimas que a los asesinos, a los teóricos del conflicto que a los obispos comprensivos, a los indignados que a los sumisos, a los de «basta ya» y a los de «sigan las fiestas», ahora a los vencidos y a las no-convencidos. Al final, los ‘ongi etorris’ son tan de aquí como el chiquiteo. Cosas nuestras. Cosas de una sociedad modélica.