Gabriel Albiac-ABC
Nadie viene al poder «para quedarse». El que se quiere perpetuo, se adentra en un territorio salvaje. Y peligroso
No escandaliza que un político mienta: sea de la ideología que sea. Ni que delinca: hágalo bajo unas siglas u otras. La mentira es la política. Y el delito. Bajo máscara filantrópica. Eso enseña Maquiavelo.
¿Mintió Ábalos? Sí. ¿Delinquió? Está por demostrar. Pero no es esto lo más grave en la comedia de enredos que se juega entre el dictador Maduro y los dos que, en la Moncloa, buscan tejer las claves de un poder no compartido. Las mentiras de Ábalos no son más clamorosas que la mentira de la tesis doctoral de Sánchez. O que sus insomnios. Ni acoger a una archipámpana chavista, sobre la cual caía la prohibición formal de pisar el territorio de la UE, sería un delito más grave que el de avenirse a concertar acuerdos con un presidente autonómico inhabilitado por el Supremo. Todos mienten, todos delinquen. Cuando pueden. La clave está en hacerlo como quien rinde servicio a la ciudadanía. «Ábalos trató de evitar una crisis diplomática y lo logró»: Doctor Sánchez dixit. Que me lo condecoren. Son futesas de lo más común en política. Si no movieran a asco, moverían a risa.
Pero hay algo, esto sí, de verdad grave. La afirmación brutal del vicepresidente: «Vine para quedarme». ¿Sospecha, al menos, al decirlo, hasta qué punto esa fórmula encanalla la función que él, transitoriamente, representa? Porque la democracia es, ante todo, la transitoriedad estricta en el ejercicio del poder. De todas las indignidades asumidas por el vicepresidente, «vine para quedarme» es la más ofensiva. Nadie viene al poder «para quedarse». Salvo aquel en cuya cabeza giran los automáticos engranajes mentales de los despotismos. Franco vino para quedarse. Para quedarse llegaron Castro, Chávez… El que se quiere perpetuo, se adentra en un territorio salvaje. Y peligroso.
Representar es avatar transitorio en la vida de un ciudadano. Que no viene «para quedarse» en ningún sitio, porque tiene ya su sitio en la vida profesional y privada. Y la política no puede ser, en un sujeto que a sí mismo se respete, un oficio. Es un servicio. Transitorio. No se viene a ella para vivir en ella y de ella. Por eso es tan peligroso que los donnadies alcancen el poder. De la nada social al alto beneficio que proporciona el cargo público, hay un abismo vertiginoso. Quien haya conseguido dar ese gran salto promocional del cero al infinito, matará antes de tolerar el retorno a un origen precario que ahora se le hace odioso. «Vine para quedarme».
Delcy Rodríguez era un doble riesgo para esa perpetuidad. Por un lado, Podemos ve avanzar el riesgo de que, después de Bolivia, una Venezuela no chavista pudiera desvelar el origen misterioso de sus finanzas. Por el otro, el PSOE tiene una vía de agua peligrosísima en el no menos misterioso juego de Zapatero en la corte de Maduro. El chantaje que la extraña viajera podía ejercer era dual: las cuentas de Iglesias, las cuentas de Zapatero. Cruciales ante el horizonte de una acechante noche de los cuchillos largos. Y la eternidad va a jugarse en ella.