Verdades incómodas en Cataluña

El Correo 1/12/12
JAVIER ZARZALEJOS

Al final, ni mesianismo ni astucia, sino un lío monumental en el que se han gastado energías que no tenemos; un doloroso tiro en el pie consecuencia de un cálculo equivocado y un reparto de fuerzas que va a llenar la política catalana de incertidumbre

Artur Mas ha cosechado una amarga victoria. Pero a esa responsabilidad añade otra que puede resultar aun más onerosa que los 12 escaños que CiU ha perdido en el Parlamento autonómico. Y es que Mas ha arrastrado a la épica de la construcción nacionalista al ridículo, quebrando así la bruñida autoestima catalanista. Se ha cargado la narrativa del ‘seny’, el pretendido ejercicio modélico de las opciones democráticas, el inquebrantable modelo de gobernabilidad. Mas –ha quedado claro– no es Moisés. Pero tampoco parece que sea Maquiavelo, ni siquiera Andreotti. No hay Sinaí en Cataluña y, frente a lo que pretenden algunos, tampoco Cataluña es una república de la Italia del Renacimiento deslocalizada en un extremo de la península. Al final, ni mesianismo ni astucia, sino un lío monumental en el que se han gastado energías que no tenemos; un doloroso tiro en el pie consecuencia de un cálculo equivocado y un reparto de fuerzas que va a llenar la política catalana de incertidumbre, tensión y desconfianza para un largo periodo que no ha hecho más que empezar.

Las elecciones han sido el anticlímax del 11 de septiembre con su gran manifestación tras la pancarta del independentismo. En aquella fecha, tan reciente y ya tan alejada, el nacionalismo catalán cayó rendido a los encantos que desplegaba el radicalismo independentista como oferta para salir de la crisis y culpar a ‘España’ de sus males. Mas y los suyos decidían que Cataluña, de nuevo, se constituía en ‘problema’, y a ver cómo ‘España’ se las arreglaba. Hoy ya saben las consecuencias de la operación que como un verdadero boomerang le devuelve al nacionalismo el problema que éste quería cargar sobre el Estado. Un desenlace entre lo grotesco y lo dramático.

Se podrá decir que hay una mayoría soberanista clara, abrumadora incluso. Pero hasta los que presumen de tal mayoría saben que tiene mucho de virtual. En política rara vez se dan las ‘mayorías naturales’. Sólo existen como tales mayorías las que se vertebran y articulan con coherencia, las que se unen bajo liderazgos reconocidos y son capaces de compartir algo más que anhelos o ensoñaciones. Y eso no se da en el soberanismo –y menos aun con Mas al frente– que se distribuye en diversas fuerzas políticas catalanas.

No aprenden. Me refiero a los nacionalistas gobernantes. Le pasó al PNV –volverá a ocurrir a pesar de su prudente silencio ante la aventura de Mas– y le ha pasado ahora a CiU. Porque, por mucho que les moleste, después de 35 años de democracia, ambos partidos se ven ante la evidencia de que le deben mucho más a la cultura política de la Transición y del pacto constitucional que a ese supuesto legado multisecular de lucha nacionalista del que se dicen depositarios.

Es esa cultura política crecida sobre el pacto posibilista y la conllevanza, sobre los sobrentendidos y la ambigüedad para aplazar problemas que no se pueden resolver, es esa cultura política destilada en la Transición en la que ha prosperado el nacionalismo que prometía lealtad al sistema. Porque de ahí proviene la atribución al nacionalismo ‘moderado’ de una centralidad política que no era en absoluto evidente. De entonces arranca esa especie de axioma según el cual los nacionalistas tenían que ser reconocidos como los partidos naturales de gobierno. Y en ese mismo contexto es en el que se alimenta la idea de que el nacionalismo es quien mejor puede administrar el problema territorial que se planteaba en el País Vasco y Cataluña.

El alto rendimiento político de los nacionalismos vasco y catalán (nadie como ellos ha gobernado tanto tiempo en democracia) es un producto de la España constitucional, de la expectativa de estabilidad que generaban como administradores de problemas políticos de larga trayectoria y de la confianza en su pragmatismo ya que no en su lealtad. Por eso cada vez que el nacionalismo ha roto los términos de ese arreglo, rebelándose contra la Constitución, lo ha pagado. No se trata sólo de que para propugnar la independencia, los votantes que la quieren prefieren el original sino que ese nacionalismo que ahora en Cataluña vuelve a llamarse ‘de menestrales’ pierde su espacio, su funcionalidad social, su anclaje en la realidad y ese plus de legitimidad del que tan inmerecidamente ha disfrutado. Gran paradoja esta de que nadie como los nacionalistas acumulen tantas razones para proclamarse partidos constitucionales.

Y sin embargo, primero Ibarretxe, ahora Mas, dan prueba de la inadaptación del nacionalismo a un patrón de conducta leal y mínimamente cooperativo, para ver cómo al final esos intentos de desestabilización se vuelven contra ellos y donde abren brecha es en sus partidos.

Lo ocurrido en Cataluña no tiene solución fácil. El sistema de partidos que ha salido de las elecciones apunta a una reordenación de los espacios políticos que afecta a todas las fuerzas y a todas ellas les plantea la necesidad de redefinir sus estrategias, de fondo y de comunicación, ante una nueva configuración del electorado. Seguramente el resultado a medio plazo será positivo, es decir, puede que haya en el futuro una competición política más clara, en términos más nítidamente establecidos, tal vez menos transversal pero con ofertas electorales más precisas, una opinión pública en mejores condiciones para formarse de manera crítica y, a partir de ahí, acuerdos más creíbles. Es posible que así sea, a condición de que en Cataluña quienes pueden y deben asuman esas verdades incómodas que las elecciones les han puesto de manifiesto.