PEDRO JOSÉ CHACÓN-EL CORREO

El derrumbe de Zaldibar es lo último que habría imaginado o deseado un político que se juegue la mayoría absoluta

El lehendakari Urkullu se pudo haber hecho esta reflexión la tarde del 6 de febrero. A ver, las cifras de fallecidos en los últimos años por accidente laboral se han situado alrededor de 30 por año. Esto es, dos o tres fallecidos al mes. Y ninguno de esos casos ha ido a primera plana de informativos. La autopista AP-8 estuvo en obras no hace mucho con un ‘by-pass’ durante bastantes semanas en un punto poco distante del que ahora se ha visto afectado y nadie se indignó por eso. Y con lo del amianto, que obligó a parar las tareas de búsqueda, lo mismo: si 30 muertos en 2019 no movilizaron a la opinión pública, ¿por qué entonces, aunque todos esos elementos se den a la vez, la cosa va a ser distinta con el derrumbe del vertedero de Zaldibar?

Con ese espíritu llegó a la rueda de prensa del lunes 10 en la que anunció elecciones para el 5 de abril y por eso se indignó ante una pregunta sobre el vertedero. Nada podía hacer que variara su actitud inicial de normalidad. Lo que no se entendió es que hablara entonces de «clima preelectoral» para justificar el adelanto de las urnas y, al mismo tiempo, reprochara a los demás partidos por politizar lo de Zaldibar.

Y así llegamos al sábado 14, cuando se conoció el nivel alarmante de dioxinas y furanos. Entonces la estrategia varió. ¿Por qué? ¿Por la concatenación de desastres por el derrumbe o por la precampaña electoral? Nunca lo sabremos. Lo cierto es que ahí sí empezó a ponerse nervioso, sin traslucirlo apenas como es su norma. No como el consejero Arriola, que aparecía desencajado desde el principio.

Y así es como el lehendakari Urkullu, ya en modo preelectoral, se encontró con los familiares de los dos desaparecidos, lo que no ha hecho nunca, que sepamos, con ningún familiar de fallecido en accidente laboral. ¿Hipocresía? No, campaña electoral. Pero bienvenida sea si así la crisis del vertedero se resuelve antes. Es evidente que los políticos se aplican a los problemas -o al revés, diluyen su importancia- a medida que sus propios intereses gremiales están en juego. Parece perverso, pero es lo que hacemos todos: solo nos exigimos cuando la necesidad apremia. ¿Por qué ellos iban a ser distintos? La diferencia es que en su caso nos repercute a los demás. Ya podían estar siempre en campaña electoral, pero ¿cuántos sobrevivirían a eso?

Lo cierto es que el derrumbe de este vertedero, con sus nefastas consecuencias, es lo último que habría imaginado o deseado, como acompañamiento para su campaña electoral, un político que se juegue la mayoría absoluta. Su efecto negativo en la comunicación política está garantizado. Si no aparecen los dos trabajadores hasta el final, la tensión va a ser continua y sostenida en detrimento de la valoración de su gestión. Y si aparecen, como sería lo humanamente deseable, la tensión que se va a liberar puede trocarse en indignación a nada que se conozcan los detalles que todo el mundo espera conocer. En fin, trago amarguísimo al que todo gobernante está expuesto y que ahora le ha tocado de lleno a este Gobierno de coalición PNV-PSE.

La segunda cuestión tiene que ver con una reflexión sobre nuestra sociedad entendida como de progreso continuo y de mejora constante. Nuestra vida tan tecnificada y tan ultrainnovadora tiene un coste, un peaje. Y lo del vertedero es su metáfora perfecta. Un vertedero es una cloaca a donde van a parar los detritus de nuestra producción y nuestro consumo, lo que ya no sirve, la obsolescencia programada que dicen que afecta a nuestros móviles, pero aplicada a todo lo demás: construcción, papeleras, transformados metálicos, en fin, la cara oculta de nuestro progreso. En una campaña electoral todos los candidatos se apuntan al progreso: que si llega el TAV a Euskadi, que si un nuevo parque eólico, que si un carril-bici…Y resulta que ahora el protagonismo se lo va a llevar, hasta el 5 de abril, un vertedero derrumbado con dos desaparecidos dentro, lo cual ya, por sí solo, va a generar una desafección que aún no sabemos si irá hacia la abstención o contra los partidos del Gobierno.

Y, por último, hay que señalar lo catastrófico de lo de Zaldibar, situado en la Euskadi profunda, para la imagen verde e impoluta con la que cierta ideología idealiza lo vasco. Todos los telediarios han abierto mostrando un enorme cráter humeante, negro y feo, rodeado de caseríos con ovejas latxas y lechugas frondosas. A los más próximos al vertedero incluso les han tenido que llevar el agua en cisternas y clausurar su actividad en un primer momento, ante el riesgo de contaminación. Ha sido demoledor para ese concepto rural y paradisíaco de lo vasco. Y ha quedado claro, a golpe de derrumbe, que una sociedad modélica también lo tiene que ser -y quizás sobre todo- por el nivel de sus vertederos.