MAYTE ALCARAZ-EL DEBATE
  • Claro que el ministro no tiene la culpa de lo que ocurrió en el Estrecho, pero sí es el responsable de que nuestros agentes se enfrenten a las bandas organizadas subidos en pateras
¿Qué puede pasarle por la cabeza a un tipo para que, después de que la doliente viuda de un guardia civil recién asesinado le prohíba acercarse al féretro de su marido, no se vea obligado a salir corriendo a recoger los bártulos del despacho para meterse debajo de la cama y no salir en varias vidas? Solo siendo muy pequeño moralmente, aunque se apellide Grande-Marlaska, se puede alguien aferrar al cargo después de un bochorno así. No se me ocurren muchas cosas peores que el hecho de que el deudo de un fallecido te intercepte en un duelo para negarte la aproximación al difunto. Es difícil mayor desvergüenza cuando ni te inmutas ante tal escena.
Marlaska lleva cinco años humillándose para no perder el Ministerio. Para ello, se ha convertido en el cortafuegos de Pedro Sánchez, supliendo la pérdida de confianza con un esfuerzo mayor de sectarismo y de adhesión a las consignas del jefe, por un compromiso indeclinable con la mentira tan propia de la casa sanchista. Fue juez. Aunque ya no nos acordemos, tuvo una vida de dignidad y lucha contra los asesinos de ETA. Pero la honorabilidad de Marlaska está chamuscada desde que decidió ser un político pesebrista que prefiere acercar a los criminales a sus casas, o amnistiarlos, que combatirlos, como hacía antaño.
Hasta para dimitir hay que tener algo de vergüenza y él no la tiene. Un ministro del Interior que comentaba la mañana del viernes en TVE sus desvelos por dotar de medios a la Benemérita contra el narco y que veinticuatro horas después se escondía cuando asesinaban a dos agentes precisamente por la falta de recursos de la que él alardeaba, no merece seguir ni un segundo más en el cargo. La misma desvergüenza que tuvo cuando decretó el rebrote de la violencia contra los homosexuales sustentándose en una mentira. O cuando pregonó otra trola sobre el asalto a la valla de Melilla o cuando cesó al coronel Pérez de los Cobos, decisión que sufrió un revolcón de veinte folios demoledores del Supremo que, en cualquier país decente, hubiera provocado la dimisión del irresponsable titular de Interior.
Pero Marlaska es como un pararrayos achicharrado, constantemente reprobado por el Parlamento y ahora ya por una pobre mujer, rota de dolor y de indignación contra quien, con su incompetencia, expuso a peligros inaceptables a servidores del Estado. Claro que el ministro no tiene la culpa de lo que ocurrió en el Estrecho, pero sí es el responsable de que nuestros agentes se enfrenten a las bandas organizadas subidos en pateras, como un nuevo David contra Goliath, mientras desde Interior les obligan a destinar todos sus esfuerzos a combatir a los «peligrosos» agricultores en las carreteras comarcales. Y eso solo se puede saldar con una dimisión. O un cese.
La degradación ha llegado a tal nivel que Marlaska sigue de ministro a pesar de todo lo que arrastra; Almodóvar, el de la pasta en paraísos fiscales, nos reprende por pedirle cuentas de las subvenciones que les pagamos todos; una impresentable piropea a Sánchez desde la televisión pública mientras el piropeado no tiene ni la más mínima empatía con los guardias civiles asesinados en Barbate, Miguel Ángel y David, a los que obvia por un festival de cine y una foto con Penélope Cruz. Y me pregunto, ¿podrán mirarse Pedro y Fernando, Sánchez y Marlaska, al espejo después de este ejercicio de mezquindad? Me temo que sí, pero ¿podremos seguir soportándolo nosotros?