LUIS VENTOSO, ABC 04/05/2013
· Fui a Tarragona. Me sentí más en el estándar español que cuando voy a comer pulpo a Lugo en San Froilán.
Días atrás pasé un par de jornadas en Tarragona. Jamás había estado allí. La turra atosigante del independentismo ha conseguido que ahora encares los viajes a Cataluña con una leve aprensión. Te embarga la sensación de que vas a internarte en un territorio diferente, tal vez hostil, muy ajeno al modelo español común. A tenor de lo que escuchas al Gobierno catalán y sus botafumeiros mediáticos, das por descontado que te toparás con una omnipresente pulsión soberanista, una frustración palpable. Fui a Tarragona, sí… Pero contra todo pronóstico me sentí más cerca del estándar típico español que cuando me acerco a Lugo para comer pulpo en su afamada feria de San Froilán. La idiosincrasia propia resulta bastante más acusada en la que fue la Lucus Augusta romana que en la que fuera Tarraco, la capital de la Hispania Citerior del Imperio. Por otra parte, la inversión del Estado en Tarragona apabulla en comparación con Lugo.
Llegué a Tarragona en AVE. Dos horas y media desde Madrid. Mientras Mas y Junqueras proclaman que España les roba, para viajar de Madrid a Lugo en tren en el año 2013 se tarda 9 horas. Todas las capitales catalanas están conectadas por AVE. El tren veloz no arribará a Galicia hasta 2018, en el mejor caso. La estación de AVE de Tarragona es magnífica, casi suntuosa para una población de 134.000 habitantes.
Al llegar a la ciudad diluviaba. Me compré un paraguas en el primer bazar que vi: el español dominaba las conversaciones. Eso sí, en la rotulación de los comercios, como sucede en toda Cataluña, está prohibido el castellano. Aquel es el único lugar del planeta donde no puedes bautizar tu tienda en un idioma que es oficial según la Constitución, so pena de multa. Además el español, la lengua más hablada en Cataluña, está vetado en la educación, y cuando la Justicia ordena corregirlo, el Gobierno local se fuma las sentencias ante la mirada soñolienta del Estado. Solo un cartel de El Corte Inglés, en verde y en español, emergía como una curiosa bandera de libertad.
Callejeando me sentí en un lugar familiar: las mismas pintas, idénticas cadenas de tiendas, el mobiliario urbano habitual. Tarragona lucía bien bruñida, se notaba la gestión fina de su alcalde, y también el chorreo de parné del Plan E, maná regado por la España que roba. Frente a su impresionante anfiteatro romano, a pie del Mediterráneo, había un cartel del Ministerio de Fomento (que arrancaba en catalán, por supuesto) en el que se indicaba que el Gobierno había contribuido a restaurar todo el entorno. Luego me fui a cenar. De camino, me crucé con los típicos chavalillos Pull and Bear que salen a apurar sus primeras noches, idénticos a los que veo por Pamplona, Vigo, Madrid. Entré en el restaurante que me recomendó una amiga. Sin que yo abriese la boca, me atendieron afablemente en español (ya saben, el idioma prohibido en carteles y escuelas). Había un «menú de tapas». Trajeron ensaladilla, pimientos de Padrón y un entrecot. Como ven, otro planeta. Nada en común.
Dejé Tarragona pensando que en realidad allí no existe ningún problema secesionista. Mucha gente habla en catalán, como es lógico y legítimo. Divisé alguna estelada. Pero resulta obvio que se está alentando el cisma de manera artificial. El nacionalismo predica día y noche, desde la escuela, la cultura orgánica y especialmente con su control orwe
lliano de los medios, subvencionados para alentar la causa. Nadie hace allí el discurso contrario. Se les ha cedido toda la legitimidad, como si la democracia española, el Estado solidario, el autogobierno autonómico y las leyes que hemos votado libremente fuesen una camisa de fuerza reaccionaria ante la gloriosa caspilla del sectarismo nacionalista.
LUIS VENTOSO, ABC 04/05/2013