Víctimas en política

EL CORREO 29/01/14
PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO, PROFESOR DE HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO EN LA UPV/EHU

· No aceptan ni soportan, con razón, que en Euskadi todavía mucha gente piense que mejor estarían calladas

Que existan víctimas del terrorismo y que se hagan visibles en España y en particular en el País Vasco, tierra donde se originaron todos sus padecimientos, es ya una realidad que no tiene vuelta atrás. Y menos mal que se empezaron a hacer visibles, porque si no la única denuncia que conoceríamos sería la de todos los familiares, amigos y conmilitones de los presos de ETA que periódicamente salen en manifestación para pedir que les acerquen a cárceles vascas o que les suelten directamente, y que aprovechan las jaiak en verano para incluir sus homenajes en los programas festivos, sin que se recuerde nunca entonces a quiénes mataron, a quiénes secuestraron, a quiénes extorsionaron, persiguieron o les hicieron la vida imposible, y que es por lo que luego están donde están.

Y es necesario que las víctimas se hagan cada vez más visibles porque todavía, como denuncian todos los victimólogos, desde Antonio Beristain a Reyes Mate, estamos en un País Vasco donde, desde su Gobierno actual hasta el último de los opinadores afectos a su línea ideológica, pasando por ciertos miembros destacados de la Iglesia, institución especialmente sensible a los padecimientos humanos desde su misma fundación, se considera que ser ‘víctima’ del terrorismo y ‘haber sufrido’ por el terrorismo es equiparable. Esto significa que estamos en una fase muy inicial todavía del recorrido que necesitamos cubrir para llegar a ser una sociedad sana en esta materia.

Es por eso que no debería extrañar que, de vez en cuando, y con toda seguridad mucho menos de lo que debieran, aparezcan las víctimas airadamente en los medios de comunicación o donde ellas sepan que se les escucha mínimamente, para proclamar a los cuatro vientos que se sienten ninguneadas, incomprendidas y doblemente humilladas, por quien les atacó injustamente, a ellas o a sus familiares más directos, y por quien ahora pretende equiparar su sufrimiento con el de sus verdugos. No aceptan ni soportan, con razón, que en Euskadi todavía mucha gente piense que mejor estarían calladas, o que otros también sufrieron como ellos, por no decir que todavía haya mucha gente que justifica lo que les pasó.

Es desde el ámbito del nacionalismo mayoritariamente desde donde se escucha la queja por lo que se considera intromisión de las víctimas del terrorismo en la política. Pero la historia del terrorismo en Euskadi es larga y tenemos ejemplos para todo. Como el que nos proporciona la fase de Estella-Lizarra, que va de la firma del acuerdo de ese nombre, en septiembre de 1998, con la correspondiente tregua de ETA, hasta su ruptura con el asesinato del militar Pedro Antonio Blanco en enero de 2000 y que inició otra serie terrible de atentados en la última etapa del terrorismo. Aquel pacto entre nacionalistas tuvo su origen en la indignación popular con que se vivió el espectáculo de increíble crueldad y venganza que fue el asesinato de Miguel Ángel Blanco de julio de 1997, justo tras la liberación de Ortega Lara, indignación que se resolvió in crescendo, hasta la declaración de tregua de junio de 1998, con una serie de asesinatos selectivos de cuatro concejales del PP, mas la mujer de uno de ellos, otro de UPN, un policía nacional, un guardia civil y un ertzaina. Y convendría recordar que aquel pacto defensivo entre nacionalistas estuvo también firmado por asociaciones como la Elkarri de Jonan Fernández, Herria 2000 Eliza, integrada por sacerdotes vascos, y Senideak, de ayuda a presos.

Quiere decirse que el nacionalismo, entendiendo por tal tanto a partidos políticos y sindicatos, como asociaciones afines, ha optado siempre por la defensa de unas ideas que coincidían con las que esgrimían los terroristas para atentar, aunque no utilizaran, obviamente, sus mismos métodos. Sobre todo cuando había miedo a que esas ideas se vieran en peligro ante una oleada popular en contra del terrorismo. Y hoy ese mismo nacionalismo en su conjunto es el mismo que se niega, una y otra vez, tanto por parte de políticos, como de sindicalistas, miembros de asociaciones y destacados sacerdotes, a diferenciar víctimas del terrorismo propiamente dichas, por un lado, y personas que han sufrido también con motivo del terrorismo, por otro, léase presos, víctimas de guerra sucia y sus correspondientes familias.

Habrá que seguir insistiendo, por tanto, las veces que haga falta, en que aquí el terrorismo nunca tuvo razón de ser. Ni por causa del franquismo, que siempre se esgrime como último recurso, cuando precisamente contra quien menos se cebó de todos sus enemigos potenciales fue contra el nacionalismo vasco. Ni por causa de una Constitución que negara los derechos del pueblo vasco, que están perfectamente reconocidos en sus disposiciones complementarias y en su doctrina. Ni por causa de una sociedad vasca que ha sufrido enormemente con todas las atrocidades cometidas en su nombre, como altercados callejeros y episodios de guerrilla urbana, y que nunca se ha tomado la justicia por su mano, salvo en ocasiones contadísimas y perseguidas por la justicia: y a quien también cuestione esto, habrá que recordarle que hay diez veces más atentados de ETA sin aclarar policial o judicialmente que todos los crímenes de los GAL.

Por lo tanto, las víctimas del terrorismo siguen teniendo razones sobradas para intervenir en política, porque todavía estamos en la primera estación del largo viaje para su reconocimiento y reparación, que tiene como objetivo inmediato diferenciar claramente entre víctima del terrorismo y persona que ha sufrido por el terrorismo. No puede aceptarse de ninguna manera que todas son víctimas del terrorismo, lo diga el obispo Uriarte, la ponencia de paz o el mismísimo secretario de Paz y Convivencia del Gobierno vasco. Porque unas sufrieron injustamente, sin buscarlo, y otras se lo buscaron sin motivo y sin razón.