El Código Penal va a recoger en su reforma la imprescriptibilidad de los delitos de terrorismo con resultado de muerte. Sería una incongruencia que una sociedad con tantos partidarios de perseguir una parte de los asesinatos cometidos desde 1936 no se revuelva para evitar más juicios como el de Zurutuza, asesino al límite de José María Letiegui.
El 7 de marzo de 1985, el superintendente de la Ertzaintza, teniente coronel Díaz Arcocha, paró su coche en la gasolinera de Elorriaga, entre Vitoria y la Academia que la Policía Autonómica tiene en Arkaute. Entró al bar, cuyos dueños eran amigos suyos, y pidió un café y un bollo. Estuvo menos de 10 minutos, el tiempo suficiente para que un comando etarra colocara bajo su Ford Escort una bomba lapa conectada a la rueda con el fin de que hiciera explosión al moverse el coche.
Su asesinato ha prescrito por haber transcurrido los 20 años que el Código Penal fija para la extinción de la responsabilidad de los delitos desde la última investigación. Según se cuenta en Vidas rotas, el libro definitivo que Florencio Domínguez, Rogelio Alonso y Marcos García han escrito sobre las víctimas del terrorismo, Luis Díaz Arcocha, hermano de la víctima, llevó en su cartera un papelito con los nombres de dos presuntos terroristas, un hombre y una mujer, a quienes él atribuía el asesinato de su hermano. «Hace poco he tirado ese papel», declaraba hace cuatro años. «No les tengo odio. Pero esto no quiere decir que les haya perdonado».
Díaz Arcocha es una de las víctimas cuyo asesinato sigue sin esclarecerse cuando van a cumplirse 25 años del mismo. Son 48 los crímenes que han prescrito, unos por aplicación de la Ley de Amnistía, otros por haber pasado 20 años. El de Díaz Arcocha constituye un caso relevante por tratarse del primer jefe de la Ertzaintza. La impunidad de sus asesinos es un factor que pesa sobre la credibilidad del cuerpo. Lo explicaba muy bien Sam Spade en la secuencia final de El halcón maltés al comunicar a la mujer que le gusta que va a entregarla a la Policía por el asesinato de su socio, Miles Archer: «…estamos en el ramo de los detectives y cuando matan a uno de tu empresa es muy mala práctica dejar que el asesino se escape. Es malo en todos los sentidos… malo para la empresa, malo para cualquier detective en cualquier parte».
La Fundación de Víctimas del Terrorismo calcula que la décima parte de los 857 asesinatos van a quedar impunes. Ángel Altuna, hijo de un policía asesinado por ETA (pm) en 1980 contaba con sencillez estremecedora cómo llegó la impunidad: «poco después de su muerte empezó la negociación de Rosón con Bandrés y Mario Onaindía y lo de mi padre dejó de investigarse». En 2003, ETA asesinó a sus tres últimas víctimas antes del fracasado proceso negociador de Zapatero: los de Joseba Pagaza, el 8 de febrero, y los de los policías Julián Embid y Bonifacio Martín, en Sangüesa, el 30 de mayo de aquel año. Siete años después no hay imputaciones.
El Código Penal va a recoger en su reforma la imprescriptibilidad de los delitos de terrorismo con resultado de muerte. Sería una incongruencia que una sociedad con tantos partidarios de perseguir una parte de los asesinatos cometidos desde 1936 no se revuelva para evitar más juicios como el de José Antonio Zurutuza, asesino al límite de José María Letiegui, cuya viuda e hija, víctimas a punto de caducar, reivindicaron su memoria ante el asesino, foto en alto, hasta que fueron expulsadas por el presidente del tribunal.
Santiago González, EL MUNDO, 15/2/2010