IGNACIO CAMACHO-ABC
- El victimismo crea una conciencia identitaria ficticia que convierte la queja en un instrumento de agitación política
El núcleo de la estrategia de la izquierda moderna es la explotación del victimismo. La condición de víctimas, reales o ficticias, proporciona cohesión identitaria a las minorías y permite convertirlas en instrumentos de agitación política. En España, ante la ausencia de conflictos raciales, que ofrecen un potencial de victimización bastante objetivo, el activismo ‘progresista’ estimula la conciencia de agravio –la cultura de la queja– entre grupos de naturaleza heterogénea que se consideren a sí mismos maltratados, ignorados u ofendidos. La asignación de un rol de sufrimiento colectivo se efectúa sobre todo mediante la creación de un enemigo, el elemento esencial de la polarización, el combustible dialéctico del populismo. Así, a los tradicionales sectores de población más o menos discriminados (gays, transexuales, inmigrantes, enfermos mentales, discapacitados, familiares de represaliados por el franquismo), se puede sumar cualquier conjunto de individuos con alguna reclamación de derechos desprotegidos. Los ministerios de Podemos funcionan como principal expendeduría oficial de certificados de víctimas. Se los han otorgado a los gordos, a las mascotas, a los okupas, a los clientes de banca, a los consumidores de energía (en esto no les falta razón), a los insurrectos separatistas condenados por la justicia. ¡¡Hasta a los lobos!! Sólo las víctimas del terrorismo etarra carecen ante este Gobierno de acreditación suficiente para ser atendidas en sus peticiones de reparación digna.
Pero las víctimas por excelencia en el catálogo izquierdista son las mujeres, que por su número y peso social constituyen un caladero electoral formidable. De ahí la dificultad para encajar ciertas evidencias con que la realidad contradice el discurso dominante; por ejemplo, los casos de violencia con sujetos femeninos culpables. El Gobierno ha tenido que admitir en voz baja que la mayoría de los asesinatos infantiles los cometen las madres, e Irene Montero ha tardado varios días en pronunciarse de forma oblicua sobre el espeluznante episodio de la niña asturiana Olivia. Simplemente porque no le convenía, porque ‘detalles’ como la confesión de parte y las denuncias falsas contra el padre desmontan el sesgo ideológico del truculento desenlace. Se ha desmoronado el argumento de combate. De repente ha desaparecido el concepto causal de violencia vicaria: la infanticida estaba perturbada y atiborrada de orfidales. A la ministra le hubiese bastado con decir, para romper su incómodo, delator silencio, que la maldad no tiene sexo ni género, pero esa explicación sensata resquebrajaría su argumentario maniqueo. Y para salir del paso pidió «que no se utilice el dolor de las víctimas», que es exactamente lo que su ministerio y su partido vienen haciendo. Con el agravante deshonesto de atribuir esa categoría de damnificados sólo a quienes deciden ellos.