MIQUEL ESCUDERO-El Imparcial

Lunes 29 de noviembre de 202120:01

Envueltos en la sordidez de la mentira y el engaño nunca podremos emprender el vuelo alto y alegre que ansiaba Juan Salvador Gaviota, la libertad de aprender y respirar con satisfacción.

El Muro de Berlín, una muralla de más de 150 kilómetros de hormigón, dividió la capital alemana e impedía el libre tránsito por ella. Sus autores, la autodenominada República Democrática Alemana, esto es, una dictadura comunista prosoviética, lo alzó el 13 de agosto de 1961 y lo tituló ‘Muro de protección antifascista’, una vergüenza manifiesta. Al poco, el alcalde de Berlín Oeste, el socialdemócrata Willy Brandt, futuro canciller de la República Federal Alemana, se dirigió por carta al presidente de los Estados Unidos John F. Kennedy para reivindicar la función de Berlín como refugio de la libertad y como símbolo de esperanza en la reunificación alemana. Ésta no se produjo hasta el 3 de octubre de 1990, unos once meses después de que masas humanas lo traspasaran con determinación.

Aquel muro derribado, símbolo de la infamia y opresión de las fronteras artificiales, duró 28 años y provocó numerosas víctimas: muertos, heridos y represaliados, siempre en un número suficiente para intimidar con eficacia al resto de la población. Las aguas de los ríos Spree y Havel, con sus numerosos lagos, vieron ahogarse a algunas personas que decidieron que su meta era irse de allí, de aquella zona inhóspita y humillante.

Se contabilizan en unas ciento cuarenta personas quienes resultaron muertos al intentar abandonar Berlín Este. De ellas, ocho eran mujeres, catorce tenían menos de 18 años y noventa y cuatro menos de 25, unas treinta no tenían intención de cruzar la frontera y murieron por accidente o disparados por error de los regimientos comunistas apostados a lo largo del Muro. De todo ello me entero leyendo el espléndido libro de Sergio Campos Cacho ‘En el Muro de Berlín’ (Espasa), subtitulado La ciudad secuestrada (1961-1989). El autor, colaborador de prestigiosas revistas literarias, lleva más de veinte años, la mitad de su vida, viviendo en Alemania, donde trabaja como bibliotecar

‘En el Muro de Berlín’ se recogen las vicisitudes de los 140 fallecidos en torno a las alambradas, están escritas con minuciosidad admirable, lo que hace que este trabajo sea una aportación social de primera magnitud. Hay que ser conscientes de la necesidad de incorporar la realidad personal de las víctimas, de todas las víctimas sin excepción. No ya para ellas (pues los muertos, muertos están), sino principalmente para la dignidad de los que hoy estamos aquí y de quienes luego vendrán.

Sergio Campos despliega una ajustada geografía funeraria. Tras caer el Muro, se incoaron 143 procedimientos judiciales contra 297 personas. Hubo 164 condenas (cien de ellas para guardias fronterizos). De todo ello se da cuenta en estas páginas, sin afán de venganza sino con voluntad de hacer justicia; evitando el olvido de las víctimas, cómo fueron y quisieron ser, desbaratando la idea de que todo fuera una ficción. “En general –dice Campos sobre aquellos muertos-, eran jóvenes obreros cualificados; esto es, el tipo de ciudadanos cuya fuga se trató de impedir con la construcción del Muro”. Sólo una de esas 140 muertes fue por disparos de una patrulla soviética. Hubo cuatro ayudantes de escape (fluchthelfer) que murieron al ayudar a otros a cruzar la frontera. Sólo hubo un muerto sin nombre, ahogado el 19 de enero de 1965 y por quien nadie se interesó. Hubo túneles financiados por la prensa, a cambio de tener la exclusiva de la huida, pero que fueron descubiertos antes de producirse la fuga. Las actas de la Stasi (policía política de la RDA) evidencian que el comunismo de ningún modo fue para el régimen, una utopía o una oposición romántica a los Estados Unidos.

En busca de un consenso contra el totalitarismo, contra las dictaduras de cualquier signo, se han establecido en Berlín Centros de Memoria Histórica; entre los que destaca el Memorial de la Bernauer Strasse; una calle que marcó la divisoria entre ambos sectores berlineses.

En cualquier caso, no es aceptable hacer del nazismo el refugio dialéctico que justifique a los comunistas. Señala Sergio Campos que “si algo demostró la resistencia anticomunista en la Alemania de la posguerra es que el antónimo del comunismo ya no es el nazismo, sino la democracia”. Pero “los imbéciles son dialécticamente indestructibles”, proclama con rotundidad y de forma incontestable. No tienen remedio.

El escritor norteamericano Thornton Wilder dice en su ‘Idus of March’ que es amargo estar preso, pero peor aún es tener la mente aherrojada; “imprisonment of the body is bitter, imprisonment of the mind is worse”. Y no enterarse de que estás enjaulado, claro está