JUAN CARLOS GIRAUTA-ABC

  • «Cultura de la violación» es una expresión que los ‘woke’ no usan para referirse a Afganistán, Pakistán o Somalia, sino para denigrar a los países u organizaciones donde la violación es reprobada y castigada como algo grave.

Parece lógico pensar que reducir las penas a los violadores promueve las violaciones. Como alguien podría no estar de acuerdo, lo plantearemos en términos irrefutables: sumados todos los períodos de tiempo que iban a ser de cárcel y ahora son de libertad, y alcanzada una cantidad significativa de beneficiados, las violaciones aumentarán en la misma tasa en que la estadística sitúa la reincidencia para este tipo de delitos.

Existen posturas contrarias a las penas de privación de libertad: «Hay que vaciar las cárceles», postulaba Manuela Carmena cuando era jueza de vigilancia penitenciaria. Los que así piensan nunca reconocerán que promueven la delincuencia; sin embargo, en la idea que se han formado sobre los delitos y las penas, que puede llegar a ser una auténtica teoría, y seguramente en Carmena lo es, el riesgo del aumento de la criminalidad ha sido sometido a un juego de equilibrios con otras consideraciones y valores, y se ha acabado dando por bueno no ya el riesgo sino la certeza de que se cometerán más delitos. Para el caso de los violadores que ven reducidas sus condenas, la certeza del incremento de las violaciones. La promoción de la violación. Por supuesto, estas posturas suelen proceder de visiones progresistas.

Cuando los abanderados del progresismo –palabra que ya no guarda relación con su origen— aprueban leyes como la que recientemente ha modificado el Código Penal, se encuentran con el problema de la impopularidad de la visión o teoría subyacente. Que la dan por buena, que la comparten, está fuera de discusión: consta el conocimiento previo de un informe donde se admite el acortamiento de las penas a los violadores. No podría ser de otro modo al existir en cualquier ministerio, bajo la figura pública del político titular (que puede ser un analfabeto jurídico) un cuerpo de funcionarios que conocen el Derecho a fondo. Pero cuando empezó a suceder lo que ya se sabía, y la Justicia tuvo que aplicar el principio de retroactividad de las normas que benefician al reo, la reacción del Gobierno (no solo de la titular de Igualdad) fue tachar explícitamente de machistas e implícitamente de prevaricadores a los jueces. Precisamente por no prevaricar.

A las etiquetas infamantes se acompañó este risible consejo: el colectivo de jueces y magistrados, que está donde está porque ha superado unas oposiciones de verdad, debería formarse más. Como es habitual, el mensaje era el opuesto al formulado: la judicatura debería más bien deformarse para saltarse sus obligaciones esenciales, para ignorar el abecé del Derecho Penal y dictar resoluciones injustas que encajen en la ideología del Gobierno. Pero esa ideología, ¿no bebe de fuentes reacias a la prolongación de las penas, y a las penas mismas de prisión? Algo de esa filosofía encierra el informe previo del Ministerio de Igualdad: «Puede llamar la atención que se rebaje el límite mínimo del delito de violación, que pasa de los 6 años actuales a 4 años […] Sin embargo, esta rebaja resulta necesaria por el hecho de incluir en el nuevo delito de violación conductas que vienen siendo castigadas hasta ahora por el delito de abuso sexual con acceso, con una pena mínima de 4 años de prisión». (‘Memoria del Análisis de Impacto Normativo’) Esta rebaja resulta necesaria: cuatro palabras que el Gobierno pudo haber usado. Pero para ello alguien tendría que haberse sentido capaz de defender tal postura en el Parlamento. Y como ese alguien no existe, se optó por mentir, difamar a los jueces y adoptar con ellos una ridícula postura paternalista.

También se optó por otra cosa: un tratamiento de castigo a la oposición una vez despachada la judicatura. Ha llegado después y constituye una nueva prueba del tipo de política que el Gobierno español practica: la siembra cruda de antagonismos por sistema, la voladura de toda posibilidad de entendimiento. Se trata de, una vez promovidas objetivamente las violaciones, llenar de basura al Partido Popular acusándole de «Promover la cultura de la violación». Así como las violaciones que llegarán, y que serán hijas de la ley del ‘sí es sí’, constituirán hechos, la cultura de la violación es un constructo con vocación de devenir real. Aunque esta realidad será virtual y habitará solo la mente de la nueva izquierda. Con desaforado idealismo, los hegemónicos ‘woke’ que han suplantado a la izquierda seria están convencidos de que repitiendo la fórmula «cultura de la violación» y creyendo muy fuerte en ella, pasará a formar parte del mundo real. Como arma arrojadiza contra la derecha presenta enormes ventajas, siempre que se carezca de escrúpulos. La principal ya la hemos visto: no hay nada detrás de la fórmula. La segunda, importantísima, es que se puede manchar al prójimo con ella sin tener que ofrecer justificaciones, sin aportar ninguna prueba, apuntando apenas una tendencia a partir de un par de anécdotas tergiversadas.

«Cultura de la violación» es una expresión que los ‘woke’ no usan para referirse a Afganistán, Pakistán o Somalia, sino para denigrar a los países u organizaciones donde la violación es reprobada y castigada como algo grave. De hecho, cabe situar el principio de la hegemonía ‘woke’ en un debate de la Universidad de Brown entre dos feministas. El tema era ‘Estados Unidos como cultura de la violación’. De aquella polémica nació el primer ‘espacio seguro’, creado para proteger a los estudiantes que pudieran resultar traumatizados al oír a la autora feminista Wendy McElroy negar que EE.UU. fuera una cultura de la violación. Terrible agente de discordia, esta izquierda es a la vez tan sensible…