Ignacio Varela-El Confidencial
- La mezcla de ignorancia, sectarismo y prepotencia es muy mala para transitar por la vida, pero letal para formar parte de un Gobierno
Establece el Código Civil, en su primer artículo, que “las fuentes del ordenamiento jurídico español son la ley, la costumbre y los principios generales del derecho”. La ley está escrita: el Parlamento la elabora y promulga, todos los poderes del Estado están igualmente obligados a aplicarla y, dentro de ellos, el poder judicial la interpreta y resuelve los casos litigiosos. De la costumbre nace ese “derecho consuetudinario” que es la columna vertebral del derecho anglosajón, pero que, en nuestro sistema, solo opera de forma supletoria a falta de ley escrita aplicable. Los principios generales del derecho son el conjunto de valores y orientaciones que inspira todo el sistema legal y le dota de coherencia y unidad. Serían algo así como “el espíritu de la ley”.
Pues bien, cinco años de Pedro Sánchez en la Moncloa —primero en solitario, después en coalición con la galaxia podemita y siempre en alianza estratégica con los nacionalismos disgregadores— han demostrado sobradamente que este presidente y sus gobiernos mantienen una relación hostil con los principios generales del derecho; por tanto, con el derecho mismo.
Para la cultura del sanchismo y de sus compañeros de viaje, el orden jurídico es un mero instrumento que solo tiene sentido en la medida en que resulte funcional para la conquista de sus objetivos políticos. En este accidentalismo extremo, la lógica estratégica (con frecuencia, meramente táctica) está siempre por encima de la lógica jurídica; no es el poder quien se ajusta a la ley, sino al contrario: la ley es un utensilio subalterno, sometido a las exigencias más o menos coyunturales del ejercicio del poder.
Ello explica la soltura de cuerpo con que se ponen en circulación normas construidas para la ocasión con plena consciencia de que con ellas se violentan principios jurídicos básicos; se quiebra sistemáticamente el procedimiento legislativo ordinario, suplantando al Parlamento en la función de elaborar las leyes; se eluden mediante argucias groseras los trámites ideados para garantizar la solidez de las normas (por ejemplo, los informes preceptivos que han de acompañar a los proyectos de ley); se inventan argumentarios de quita y pon para justificar estrafalarios adefesios legales, y, llegado el caso, los fundamentos del orden constitucional se retuercen hasta donde sea necesario —o simplemente se ignoran— si con ello se obtiene alguna posición de ventaja en la contienda partidaria, principio y fin de todas las cosas.
Uno de los ejemplos más sangrantes es la alegría irresponsable con que este Gobierno practica peligrosos juegos malabares con el Código Penal (quizá la pieza más delicada de todo el ordenamiento jurídico), poniendo y quitando delitos y penas al compás de los equilibrios necesarios para sostener en pie la coalición Frankenstein.
Es una pérdida de tiempo entrar al trapo del debate técnico sobre la extirpación del delito de sedición o la manipulación que en estos días se incuba sobre la malversación. Si Sánchez no necesitara los votos de ERC para mantenerse sobre la peana, ni siquiera habría pensado en ello. Se trata únicamente de dar satisfacción a la exigencia política de liquidar todos los efectos punitivos de la sublevación institucional de 2017 en Cataluña, entregando una amnistía —encubierta, pero efectiva— respecto al pasado y una garantía de impunidad para el futuro. Ello está ligado al designio de convertir lo que nació como una coyunda de ocasión para encaramarse al poder en una alianza estructural con vocación de largo plazo, en un contexto de polarización paroxística.
La consecuencia es que la Constitución deja de ser un bien jurídico que merezca ser protegido por la ley penal y los golpes blandos quedan preservados de la acción de la Justicia, siempre que los practique alguno de los socios de Sánchez y no haya en ellos violencia física visible.
Un efecto colateral de esta falta de respeto al derecho es el aire chapucero que infecta toda la producción normativa de este Gobierno. Esta ya no es una cuestión estratégica, sino una consecuencia de la pérdida de contacto con la noción de institucionalidad responsable: un rasgo típico del populismo, importado de modelos políticos del otro lado del océano, del que se ha contagiado el partido mayoritario de la coalición (previamente anestesiado y despojado de su propia organicidad).
En esa categoría de la chapucería legislativa consentida hay que catalogar el desparpajo y la incuria con que se manufacturan las leyes procedentes del Ministerio de Igualdad, que regenta Irene Montero. Una de sus leyes estelares ha decretado la abolición del hecho biológico del sexo, provocando por el camino un cisma destructivo en el movimiento feminista. Con la otra, anterior a esta, ha dejado abierto el agujero para que los violadores y otros agresores sexuales, condenados por la Justicia, vean sustancialmente reducidas sus penas, aprovechándose de la impericia infinita de nuestra intocable Evita carpetovetónica y la tolerancia dolosa de quien preside el Consejo de Ministros.
En este caso, el Gobierno puede alegar cualquier cosa menos sorpresa. El 21 de febrero de 2021, el Consejo General del Poder Judicial emitió un informe de 150 páginas en el que, además de señalar los incontables errores de técnica legislativa que contenía el texto perpetrado por el equipo de Montero, advertía expresamente: “La reducción de los límites máximos de las penas comportará la revisión de aquellas condenas en las que se hayan impuesto las penas máximas conforme a la legislación vigente”. Eso es exactamente lo que está sucediendo.
El informe del CGPJ se aprobó por unanimidad de sus 21 componentes, y fue redactado por una ponencia de un consejero conservador y dos consejeras progresistas, una de ellas (Pilar Sepúlveda) fundadora de la Asociación de Mujeres Víctimas de Agresiones Sexuales (Amuvi). Las mismas advertencias formularon organismos tan manifiestamente reaccionarios y machistas como Juezas y Jueces por la Democracia y varias organizaciones feministas. Al entonces ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, que osó plantear similar objeción en el Consejo de Ministros, lo fulminó el ilustre jurisconsulto Pablo Iglesias, entonces vicepresidente del Gobierno, llamándole “machista frustrado”. Adivinen de qué lado se puso Sánchez.
La mezcla de ignorancia, sectarismo y prepotencia es muy mala para transitar por la vida, pero letal para formar parte de un Gobierno. Parece mentira que haya que explicar a estas alturas que una ley no es un manifiesto. Aún más increíble, que los tres jueces de carrera que forman parte de este Gobierno contemplen tanto desafuero (incluso participen de ellos) sin que se les mueva una pestaña. Con cuánta razón dijo Marx que el ser determina la conciencia.