Editorial, LA VANGUARDIA, 31/3/12
Ayer el centro de Barcelona amaneció devastado después de otra jornada de violencia, ejecutada esta vez con mayor precisión destructiva que nunca tras la pantalla de la legítima protesta de los sindicatos contra la reforma laboral y los piquetes informativos. La violencia pura y dura hizo de nuevo de la ciudad la excepción general en una jornada de huelga en toda España, donde el malestar ciudadano se deslindó meridianamente del incivismo más despreciable. Aquí las cosas no estuvieron tan claras. Aquí hubo caos y terror a plena luz del día. Y no es la primera vez y por eso ha llegado la hora de decir basta.
Aquí las cosas no estuvieron tan claras. Aquí hubo caos y terror a plena luz del día. Y no es la primera vez y por eso ha llegado la hora de decir basta. Aquí hubo establecimientos incendiados, asaltos a entidades bancarias, robos, agresiones físicas, tramos de aceras y vías públicas arrancados de cuajo, o casi 300 contenedores quemados. El importe material de los destrozos supera el medio millón de euros. Todo ello, aderezado por la sensación de indefensión ciudadana ante un salvajismo que se movió a sus anchas, ofrece una estampa dantesca de una ciudad que ha hecho de la tolerancia y el respeto su divisa y su marca internacional. Una estampa indigna que amenaza con convertirse -si no lo ha hecho ya- en la nueva imagen internacional de la capital catalana. Y es por la inequívoca proyección global de la ciudad que la prensa internacional volvió a llevar ayer a sus portadas imágenes de una Barcelona irreconocible en un contexto de durísima recesión económica en que la capacidad de generar confianza es la clave para salir del pozo.
Una Barcelona en la que la policía de la Generalitat parece autocondenarse a una suerte de impotencia que sólo contribuye a facilitar la labor infame de los violentos. Persiste un problema de gestión del orden público en Catalunya. El jueves, los Mossos y sus responsables políticos perdieron el control de una ciudad en grave riesgo de incendio social. Lo cual es aún más preocupante por cuanto todo el mundo estaba avisado de antemano. Por desgracia, la excepcionalidad se ha convertido dramáticamente en la norma. Si a ello se añade el déficit de mecanismos legales para atajar la multirreincidencia en semejantes acciones, tan sólo cabe esperar a la próxima protesta legal para que vuelvan a repetirse.
Una ciudad en la que también ciertos discursos y actitudes, aun sin pretenderlo, pueden acabar dando cobertura al vandalismo. Es muy alta la responsabilidad de sindicatos, partidos y movimientos sociales ante lo que sucede. Que los radicales sean una minoría que se escuda por sistema en cualquier protesta para sembrar el caos no es óbice para la reacción pacata -cuando no condescendiente- ante la magnitud de los hechos. Las condenas de rigor son insuficientes. Determinada izquierda tiene la obligación moral de negar cualquier amparo ideológico a los extremistas. En ello se juega su credibilidad democrática. Y es imprescindible que lo hagan ante la inquietante resurrección en Europa de un magma de grupos ultrarradicalizados con referentes no muy lejanos en la memoria que amenazan la seguridad de todos.
Editorial, LA VANGUARDIA, 31/3/12