ANTONIO RIVERA-EL CORREO

  • Acabada la kale borroka, esta otra pone a los anteriores violentos en el brete de desautorizarla por carecer de ingredientes políticos explícitos

Con Arnaldo Otegi al frente, se ha metido la izquierda abertzale en un enjambre interpretativo sobre la naturaleza, más que sobre las causas, de la violencia nocturna protagonizada por alguna juventud vasca. La culpabilización que ha hecho del «modelo de ocio impuesto por el neoliberalismo» ha sorprendido más que las referencias a la homogeneización de los comportamientos. Han descubierto ellos también que «la paz era esto» y que cuando las circunstancias te fuerzan a dejar la violencia pedagógica, esa que instruye a la sociedad sobre sus necesidades objetivas y sobre las soluciones adecuadas, algunos caen en brazos de la violencia gratuita.

La violencia gratuita tiene mala prensa. O es de simples sin intención o es nihilista y no se integra en el mecanismo revolucionario adecuado. Los batiburrillos ideológicos con dosis de marxismo siempre han hablado en su contra: inútil, que no inmoral, desviada, incorrecta, producto del sistema y ahora neoliberal y posmoderna. Sin embargo, habiendo conocido la buena violencia, la que buscaba hacernos libres por la fuerza, alcanzar esa verdad que difuminaba nuestra alienación, casi que no sabe uno con cuál quedarse. Ha sido terminar la kale borroka y comenzar esta otra que mete a los anteriores violentos en el lío de tener que desautorizar la presente. Y todo porque le falta el ingrediente político explícito. Pero, en realidad, es esto lo que tenía que haber hecho a la violencia política más detestable: que buscaba algo para la mayoría para lo que necesitaba planificar una fuerza en su contra y así vencer la resistencia a sus argumentos. Si alguien dudaba de que la violencia hace nación, aquí tiene la prueba. Es cejar esta y empezar a desnacionalizarnos.

Porque en lo otro del modelo de ocio uno no percibe la diferencia. Ellos tampoco, y por eso han tenido que explicar que, aunque la violencia nocturna juvenil de fin de semana de hoy se parece tanto a la que ellos instigaban, lo que las distingue es lo que no se ve: la intención. Luego no es el ocio, porque en las formas no son muy distintos: alcohol a raudales, oscuridad, muchedumbre, despersonalización, machismo, griterío, indumentaria, exhibición, seducción por la violencia, juvenilismo y pedradas a la Policía.

La pandemia y sus respuestas públicas y privadas han desmontado el argumento del supremacismo al demostrarnos que los humanos, en gran número, sean de donde sean, se comportan igual. Vamos, que en mogollón y en situaciones apuradas nos iguala más la naturaleza que la cultura. De manera que la diferencia que algunos sostienen solo se puede soportar alterando la realidad mediante la fuerza. El virus, tarde o temprano, ha llegado a todas partes, más allá del rigor con que grupos diversos se han tomado lo de las precauciones. Esta evidencia, seguro que solo aparente, es lo que ha estimulado la respuesta nihilista que se exhibe en esas noches de violencia que ahora preocupan.

Y es entonces, cuando sin contexto ideológico forzado por la violencia las palabras de Arnaldo parecen lo que son, una melonada, su competidor aprovecha para ponerse la medalla. Tampoco ha dicho nada sobre las causas de esas noches de furia, pero sí sobre la tolerancia del oponente para con ellas en algunos momentos -la posición abertzale es en este asunto errática- y sobre su justificación de las agresiones a la Ertzaintza y las críticas a la actuación de esta. El lehendakari ha pronunciado las palabras mágicas de un gobernante conservador y popular: «No hay respeto a los valores». Y claro que no lo hay, porque cuando valores más sublimes se pusieron por debajo de los patrios no salieron tan enfadados a denunciar a una muchachada no ya estúpida, incómoda o destructora, sino criminal y totalitaria. Por eso, siendo el mal presente tan español o europeo, aquí los enfrentamientos suben de tono porque son muchos años quitándole el miedo y perdiéndole el respeto a la autoridad de la porra. Tras una década, todavía se palpa la diferencia porque el terrorismo deja resentido el tejido social años después de terminar de cobrarse víctimas humanas.

Así que el debate no es sino otra competición por el poder partidista: uno representa el orden y la ley, y ve que por ahí puede pillar tajada; el otro no sabe muy bien porque unos días parece que enfila esa senda para ganarse el plus de legitimidad que le falta y otro -¡ay, el escorpión!- justifica los rescoldos de aquella violencia fetén, la que no nos salió gratis a ninguno. Ni siquiera a ellos ahora cada vez que abren la boca.