Agustín Valladolid-Vozpópuli
- Disimulada por las urgencias, avanza imparable una violencia estructural de alto riesgo que unos no se toman en serio y otros alientan, como Pablo Iglesias cuando compara a los exiliados de la Guerra Civil con Puigdemont
“Unos 60 jóvenes increpan y agreden a la policía en Pallejà (Barcelona)”; “La Ertzaintza recibida con lanzamiento de botellas y vasos cuando se disponía a disolver un botellón en San Sebastián”; “Un grupo de jóvenes acorrala y agrede a la policía en Torredembarra”; “Cinco jóvenes agreden a policías al descubrirles de fiesta en un piso de Carabanchel”. Rara es la semana que no encontramos titulares como estos en algún periódico. Fatiga pandémica, dicen. Y puede que haya algo de eso, no digo que no, pero la tesis exclusiva de la violencia usada como válvula de escape se desmorona al constatar que una gran parte de esos titulares se concentran allá donde hace tiempo que semejantes pautas de comportamiento pasaron a formar parte del paisaje.
En Cataluña y el País Vasco existe una violencia estructural cuyos ejecutores asocian sistemáticamente a teóricas frustraciones de índole política. Ejecutores que, por lo general, suelen contar con la comprensión, si no el apoyo -si no la previa complicidad-, de quienes en su momento decidieron que el único camino para imponer algún día sus ideas debía de pasar necesariamente por provocar un brutal deterioro de la convivencia. Pirómanos de la tolerancia que ven convalidada su vocación incendiaria cuando todo un vicepresidente del Gobierno de España, que se dice de izquierdas, compara a los exiliados de la Guerra Civil, víctimas del franquismo, con Carles Puigdemont.
La proliferación de hechos violentos está relacionada con el miedo de los responsables políticos a ser tachados de fachas si osan reclamar respeto a la legalidad
Fatiga pandémica, dicen. Puede que haya algo de eso. Y también de vulgar gamberrismo. Pero no solo. Se legitima el uso de la violencia cuando se banaliza de modo infame el fascismo, como acaba de hacer Pablo Iglesias; cuando se hace como que no se ven los homenajes a etarras excarcelados; cuando una televisión pública contrata por 440.000 euros a la productora de Jaume Roures para que cuente el procés según la óptica de los golpistas; cuando se permite que se traicione la verdad en los libros de Historia; cuando de las dos versiones existentes sobre el papel de Arnaldo Otegi, hay quien desde el poder se inclina públicamente por la de “hombre de paz”.
También se revalida de algún modo la violencia como expresión legítima de rebeldía frente al sistema, en Barcelona, Donosti o Carabanchel, cuando se justifica cualquier okupación y se criminaliza sin matices el desahucio. Cuando las leyes educativas desacreditan el mérito, socializan el aprobado y rebajan de forma insoportable los niveles de exigencia. Cuando el civismo retrocede imparable, como señala Javier Marías al referirse a la desaparición de la asignatura de Ética en la ley Celaá. Cuando se encumbran series producidas para mayor gloria de director y actores de moda, y cuya indiscutible calidad fílmica y excelente tensión dramática no compensan de ningún modo la falta de respeto a la realidad de los hechos.
Me refiero en concreto a la que acaba de recibir uno de los Premios Forqué, Antidisturbios, una “ficción”, nunca mejor dicho, en la que no hay un solo policía destinado a tal unidad que no sufra alguna anomalía psíquica de mediana gravedad, improbable argumento muy en consonancia con la consigna de esa izquierda totalitaria que suele presentar la respuesta a los actos violentos de una minoría, casi siempre proporcional a la agresión, como “la consumación de la criminalización de la protesta ciudadana” (oído en el Congreso de los Diputados).
¿Y Marlaska qué opina?
La proliferación de hechos violentos, que en muchos casos quedan impunes, nada tiene que ver con el eterno debate acerca del binomio libertad-seguridad, sino con el miedo de muchos responsables políticos a ser tachados de fachas si osan reclamar respeto a la legalidad; con la abdicación de las autoridades de la función pedagógica que tienen asignada. Cuando los gobiernos, todos, el nacional y los autonómicos, aparcan el Derecho por conveniencia política o directamente eluden su obligación de hacer cumplir la ley; cuando se dice, incluso desde sectores moderados, que en esto (aplazamiento de las elecciones en Cataluña) no pintan nada los jueces, como si a sus señorías se les hubiera dado la opción del silencio, o como si en una democracia pudieran existir zonas muertas en las que no rige el imperio de la ley; cuando pasa todo eso y desde las propias instituciones se propone la elusión de la norma, mayor es la potencia de fuego de ese imprevisible monstruo que es la contestación violenta.
También se revalida la violencia como expresión legítima de rebeldía frente al sistema cuando se justifica cualquier okupación y se criminaliza sin matices el desahucio
No va a ser 2021 ese año de recuperación feliz que algunos siguen pintando. Tampoco los siguientes. Cierto que la crisis económica y de empleo parece, todavía hoy, un mal sueño, falsa sensación provocada por la compra masiva de cuotas de paz social. Pero lo vamos a pasar mal. Bastante mal. Y será entonces cuando comprobemos en toda su crudeza la ausencia de esa pedagogía a la que antes me refería que involucre en la protección de las libertades de la mayoría a toda la sociedad.
Hay asuntos urgentes, como el virus o la gestión de la gran nevada, y otros que no lo son simplemente porque hay quien no está interesado en que lo sean. A pesar de su aparatosidad, incluso dramatismo, el uso normalizado de la violencia como respuesta política, o natural expresión generacional reivindicativa de presuntos derechos adquiridos, no es un asunto incorporado a la agenda gubernamental de prioridades (omisión que deja en evidencia al titular de Interior, Grande-Marlaska, más percibido hoy como ministro de partido que como ministro de Estado). Hoy, la violencia se invisibiliza. Desplazada por lo urgente, su tratamiento en los medios es similar al de las cotizaciones bursátiles. Y nulo es el espacio que ocupa en las discusiones del Consejo de Ministros, no fuera a ser que alguien llegue a molestarse. Hoy, la violencia se asemeja a una epidemia silenciosa. Mañana, si nadie se toma su creciente banalización en serio, puede convertirse en una pandemia incontrolable.