Lorenzo Silva-El Español
El concepto, a los españoles, nos es cualquier cosa menos desconocido. Es larga entre nosotros la historia de los atropellos físicos y morales infligidos al discrepante: desde el poder, sobre todo, pero también por quienes se alzaron en algún momento contra el gobernante de turno. La decapitación, la hoguera, el paredón, el paseo sin retorno, el tiro en la nuca o la bomba-lapa son algunas de sus formas más recias. La muerte civil, el exilio, la denigración, el linchamiento verbal, la censura o el escarnio son sus variantes más veniales, pero no por ello apetecibles.
La violencia política jamás ha desaparecido del todo entre nosotros, pero en las últimas décadas parecía haber quedado reducida a la acción de ciertos obreros especializados. Esos que operaban bajo el logotipo de la serpiente y el hacha, secundados por quienes les señalaban los blancos y sustentaban su discurso de odio, y a los que apenas acompañaban algunos rescoldos del viejo fascismo y sus imágenes especulares, los antifascistas de barra, cadena y puño americano, igualmente marginales.
Fuera de ahí, podía haber acaloramiento, tensiones y de vez en cuando algún exabrupto proferido por mentes destempladas y casi siempre algo inestables. Nada que permitiera afirmar que el clima en la comunidad política formada por los españoles, de grado o porque no pueden ser otra cosa, era de violencia política generalizada. La violencia estaba donde estaba, y señalarla era una forma de cohesionar al resto. Los violentos, siendo pocos, ayudaban a aglutinar a quienes preferían disentir en paz.
En los últimos tiempos, las cosas han cambiado. Por suerte no hay balazos ni explosivos, pero otro tipo de violencias físicas se manifiesta con preocupante normalidad. Véanse los reiterados cortes de vías públicas y la suerte que corre algún vecino que se les opone, o la necesidad de que ciertos actos organizados en campus universitarios cuenten con una protección policial que también se hace precisa en según qué convocatorias políticas en según qué lugares. Y sobre todo, lo que se ha instalado, y parece que con vocación de permanencia, es la vejación verbal en todas sus formas y variantes. Está en la calle, está en las redes y de ahí ha saltado, sin filtro alguno, a la tribuna del Parlamento.
Que un matrimonio pretenda reunir méritos para ocupar a la vez dos carteras ministeriales es alarde a priori poco estético, discutible y expuesto por ello a crítica legítima. Que esa crítica llegue al extremo de despreciar a la parte femenina de la pareja con observaciones soeces desborda el argumento para caer en el terreno de la agresión al rival político. Que pueda observarse en la judicatura, o en parte de ella, tal o cual sesgo ideológico, es también asunto sometido a legítimo cuestionamiento. Pero tildar a los jueces en su conjunto de fascistas, franquistas o machistas es una conducta abusiva que sólo degrada la convivencia.
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Por alguna oscura razón, hemos entrado en la era de la desconsideración como actitud primaria y última hacia aquellos que piensan o sienten de otro modo. Del pecado no está exento nadie y resulta llamativo el contraste entre los aspavientos que se hacen ante la injuria proferida por otros y la aceptación como natural de la que vomitan los nuestros. El psicoanalista italiano Massimo Recalcati ofrece al respecto una pista que no puede ser más inquietante: «La ausencia de la Ley y del sentimiento de culpa —escribe— ha generado una nueva forma de humanidad insensible a la vida del otro y a su diferencia, capaz de interpretar la vida en una modalidad exclusivamente depredadora».
Quiere creer quien esto escribe que queda entre nosotros una porción suficiente de ciudadanos que deploran por igual los excesos de unos y de otros. Gente que no aceptará unirse a los depredadores. A la que ninguno de ellos representará jamás.