Luis Garicano-El Confidencial
- Como en las últimas reformas del Gobierno (recuerden vivienda o mercado eléctrico), el gran logro de la reforma es que, tras las nefastas expectativas despertadas por el ala Podemos del Gobierno, no nos mata
Tras décadas de discusión sobre la necesidad de derogar la reforma del PP, lo mejor del acuerdo entre Gobierno y agentes sociales es que no toca los elementos más positivos de la reforma de Fátima Báñez del año 2012 (descuelgues y costes de despido). Y tiene elementos positivos; de hecho, algunos elementos del acuerdo me recuerdan al acuerdo al que llegamos en 2016 en el marco del fallido «pacto del abrazo» entre PSOE y Ciudadanos, en este tema Jordi Sevilla y José Enrique Serrano, por un lado, Toni Roldán y yo, por el otro. Pero no es, en absoluto, la reforma que necesita nuestro maltrecho mercado laboral.
Empecemos por el diagnóstico: el problema de la legislación laboral española es de fondo: defiende el puesto de trabajo y no la empleabilidad de los trabajadores. Mide el éxito por los años que una persona ocupa un puesto de trabajo en la misma empresa, en lugar de por la facilidad con la que la persona cambia de trabajo sin pasar periodos desempleado, como los mercados nórdicos. El mercado laboral español está diseñado para ser rígido, proteger el ‘statu quo’ y adaptarse lo mínimo a los cambios que atraviesa nuestra sociedad.
Las consecuencias son conocidas. La media de paro de las últimas cuatro décadas ha sido del 16,6%. Incluso en los mejores años, solo baja hasta el 10%. De hecho, España es el único país de la UE que ha superado el 20% de paro hasta en tres ocasiones desde 1985.
Además, tenemos una tasa de temporalidad altísima, del 24%, casi el doble de la media de la UE. Y esta temporalidad se expande por todos los sectores, más allá de construcción y hostelería. Hasta la Administración pública tiene casi el doble de temporalidad en España que en el resto de la UE.
Todas estas cifras empeoran cuando nos centramos en la población joven, que son quienes más sufren los vaivenes del mercado laboral español. El paro entre menores de 25 años era del 31% antes de la pandemia. La temporalidad a finales en 2019 era del 69%, frente al 49% de la UE.
Para resolver un problema de esta magnitud hacen falta reformas profundas. La reforma de 2012 no era ni mucho menos la reforma que España necesitaba, pero dio pequeños pasos hacia los cambios que sí hacían falta. Trató de dar flexibilidad interna a las empresas para que pudieran reajustar costes en épocas de crisis sin tener que recurrir a los despidos, y logro reducir algo la temporalidad, para evitar que todo el ajuste fuera “externo” —el ajuste en España empieza por despedir a los temporales, y termina por el hundimiento de la empresa antes de ajustar salarios, horas o jornadas—.
Derogar esa reforma era un sinsentido —a nadie le podía interesar regresar al pasado—. Por suerte, no ha sucedido. Los elementos clave de la reforma (empezando por la reducción del coste de despido) ni se han discutido, porque todos han comprendido que era absurdo. Algunas cosas han empeorado. Otras han mejorado.
Lo más novedoso de la reforma es la generalización del mecanismo del ERTE (con el nombre RED) como instrumento para reducir horas e, incluso, puestos de trabajo en momentos de crisis general o de un sector. Se trata, básicamente, de reutilizar en tiempos “normales” el mecanismo que hemos visto durante la pandemia y que ha funcionado muy bien. Básicamente, la empresa, tras reconocer una situación excepcional al Consejo de Ministros, y con permiso de la autoridad administrativa, puede reducir horas y empleos. Esta última autorización se puede sustituir por acuerdo bilateral.
¿Por qué tanta autorización? Porque el estado contribuye (como durante la pandemia) de tres maneras: una prestación social para cubrir salarios, una posible exoneración (sin especificar de cuotas) y ayudas a la formación vinculadas a los cursos de formación que reciban los trabajadores —por ejemplo, en un sector en transformación—. La idea es buena, pero la aplicación es compleja y burocráticamente pesada y da lugar a posible interferencia política. ¿A qué sector se le va a permitir?, ¿por qué?
Las otras modificaciones positivas tienen que ver con la simplificación de contratos y la lucha contra la temporalidad. Escuchamos durante estas semanas algunas ideas realmente peregrinas e intervencionistas en esta área, como la del Ministerio de Trabajo de limitar la contratación temporal en las empresas a un 15%. Por suerte, nada de eso ha sucedido, y se ha avanzado en la senda trazada por el acuerdo PSOE-Ciudadanos de 2016: ya en él se introdujo la idea de hacer una presunción de contrato indefinido (el indefinido quiere ser lo “normal”) y de tener tres contratos para tratar de encauzar y limitar la temporalidad. Aquí se va un poco más lejos, porque se elimina el contrato de obra, que es clave en construcción y se sustituye por un indefinido al que se le pretende dar más flexibilidad (mostrando que sí, ¡se puede encauzar la variabilidad con contratos indefinidos!). La reforma trata de evitar que la construcción siga siendo (como ahora) mucho más temporal que en otros países de nuestro entorno.
Además, la reforma intenta asegurar que no hay abuso del contrato temporal. Para ello exige que el contrato temporal sea realmente debido a las “circunstancias de la producción” (mayor demanda de helados en verano, o de turrones en invierno, por ejemplo). Aquí, el progreso será menor, porque muchos de estos contratos temporales son, a día de hoy, en fraude de ley y no es evidente que esta nueva legislación lo evite (pese a la elevación de las multas y el hecho de que sean por trabajador). Me temo que seguiremos viendo esa temporalidad breve de contratos de días y semanas.
Por eso creo que hace falta un cambio radical: un contrato único muy sencillo, con un control solo de nulidad, y con la flexibilidad necesaria. Pero bueno, el paso no es malo.
Una tercera área que toca la reforma es el de las subcontratas. La queja sindical era que las empresas multiservicios podían evitar el convenio del sector (limpieza o seguridad) con convenios de empresa “a la baja”. El cambio aquí no es excesivo —hay prioridad del convenio del sector de la actividad, pero solo para temas salariales (ya lo era de jornada)—. En lo demás, sigue prioritario el convenio de empresa. El cambio es, de nuevo, equilibrado.
¿Dónde están, entonces, las concesiones clave a los sindicatos? La concesión más clara, y el área donde sí se da marcha atrás en la reforma del PP, es en negociación colectiva. La reforma del PP respondía a una situación inaudita: la fortísima subida de salarios en convenio durante lo peor de la destrucción de empleo en 2009, que mostraba que los convenios ignoraban la realidad económica y, en vez de servir para amortiguar la crisis, la agravaban. Había que permitir a las empresas adaptar el convenio a la realidad.
La principal concesión a los sindicatos es en su gran reivindicación: recuperar la “ultractividad.” ¿Qué es eso? La ultractividad supone que, cuando un convenio colectivo llega a su fecha de caducidad, se prorroga automáticamente hasta que se firme uno nuevo. Esto refuerza enormemente la posición sindical, y provoca un riesgo en épocas de crisis: los sindicatos no tienen incentivos para negociar nuevos convenios, aunque haya una crisis y dejan que se prorrogue el anterior (negociado durante los buenos tiempos) como si la crisis no fuese con ellos. Esta inercia explica la extrañísima reacción de los salarios en 2009/2010: ante un derrumbe de la demanda, suben más que nunca. Pues bien, el acuerdo de ayer recupera la ultractividad y refuerza mucho la posición de los sindicatos en los convenios.
La reforma del PP también permitía a las empresas llevar a cabo un “convenio de empresa” que tenía mayor rango que el del sector (la hostelería o el metal). Los trabajadores y la empresa se podían poner de acuerdo para hacer su propio convenio. Aquí la solución es la misma que encontramos en el «pacto del abrazo» con el PSOE: el convenio del sector manda en salarios y jornada; para lo demás, como en la reforma del PP, sigue mandando el convenio de empresa. No es ideal, pero es equilibrado.
Pero, incluso en convenios, hay un elemento clave de la reforma del PP que permanece: los descuelgues. Un descuelgue supone que una empresa puede dejar de aplicar el convenio colectivo que rige, ya sea sectorial o de empresa, bajo condiciones justificadas y durante un periodo de tiempo definido, por ejemplo, una crisis económica. Contrariamente a las expectativas iniciales, esto no ha cambiado. Y es una buena noticia: con un poco de suerte, en la próxima crisis no veremos un millón de pérdidas de empleo al trimestre porque las empresas tendrán algo de flexibilidad interna. Por cierto, también el acuerdo Cs-PSOE mantenía los descuelgues.
La entrada de Economía en liza ha mejorado drásticamente lo que cabía esperar dadas las expectativas que había creado Trabajo
En definitiva, como en las últimas reformas del Gobierno (recuerden vivienda o mercado eléctrico), el gran logro de la reforma es que, tras las nefastas expectativas despertadas por el ala Podemos del Gobierno, no nos mata. La entrada del Ministerio de Economía en liza ha mejorado drásticamente lo que cabía esperar dadas las expectativas que había creado el Ministerio de Trabajo. En los términos pugilísticos que tanto gustan en el análisis de la Política, Calviño ha ganado, a los puntos, a Yolanda Díaz. Esto es bueno para España. Y será una reforma que pasará, con facilidad, la “criba” de la Comisión Europea.
Pero no nos engañemos, esta sigue sin ser la reforma laboral que España necesita. No hay mochila austriaca, no hay contrato único, no hay cambios profundos en formación, en incentivos a la contratación. Seguirá habiendo una enorme burocratización y un exceso de litigiosidad. España seguirá batiendo récords mundiales de paro juvenil. Los jóvenes seguirán sin poder irse de casa. En esta coalición, lo mejor a lo que podemos aspirar es a que nos dejen, más o menos, como estamos.
*Luis Garicano es profesor de Economía, eurodiputado de Ciudadanos y VP Económico del Grupo Parlamentario de RenewEurope.