CARLOS SÁNCHEZ-EL CONFIDENCIAL

  • La democracia sin el pueblo no es democracia. Y en esta crisis, hay que decirlo, ha faltado responsabilidad individual. Los gobiernos han ayudado a ello infantilizando a la sociedad

España sabe por experiencia propia que una crisis económica puede derivar en una crisis política. De hecho, es lo que sucedió tras la anterior recesión, cuando la destrucción de empleo y la caída de los salarios empujaron a la implosión del bipartidismo imperfecto vigente desde la Transición.

Para que eso ocurriera, había razones de fondo, tanto interiores como exteriores, vinculadas al resurgimiento del populismo, heredero, a su vez, de la globalización y de sus efectos adversos sobre las clases medias de los países avanzados. También, de la penetración de las redes sociales como nuevo actor político, de las televisiones privadas, que han convertido a la política en parte de la industria de entretenimiento, o del agotamiento de instituciones fondeadas en el pasado incapaces de modernizarse.

Había también, por supuesto, una casuística propia, de carácter nacional, que tenía que ver con la corrupción, con el independentismo catalán o con el propio desgaste del bipartidismo tras casi cuatro décadas de hegemonía. Y, por supuesto, con las consecuencias de la propia crisis económica, que se saldó con recortes injustificados que debilitaron algunos servicios públicos esenciales por un error estratégico de Alemania y su política de austeridad. Error que Merkel ha corregido.

Moncloa ni siquiera ha sido capaz de aprobar un marco legislativo estable para luchar contra el virus, lo que explica esa sensación de caos

La implosión del bipartidismo, por lo tanto, fue la factura que se pagó en términos políticos, entendiendo este concepto no como la hegemonía de dos partidos en concreto, sino como marcos ideológicos formalmente antagónicos, pero complementarios. De hecho, la construcción europea y la propia consolidación de la democracia en España se han anclado en esa alternancia en el marco de un perímetro ideológico ciertamente limitado en torno a eso que se ha llamado ‘consenso de Washington’.

Todavía es pronto para conocer los efectos que tendrá la pandemia sobre el sistema político. Dependerá, obviamente, de su duración e intensidad, pero también de la respuesta que den los poderes públicos a la crisis de salud pública y, sobre todo, de la profundidad de la recesión, lo que condicionará la propia estructura del sistema político, y su estabilidad, durante los próximos años.

«Hemos vencido al virus»

Lo que se sabe es que desde el célebre e irresponsable «hemos vencido al virus» pronunciado en sede parlamentaria por el presidente del Gobierno el pasado 10 de junio, han pasado muchas cosas. Pero la peor, en el plano político y al margen de las consecuencias sanitarias de la pandemia, ha sido la incapacidad de Moncloa para diseñar una hoja de ruta clara y transparente, entendible por todos, para afrontar una crisis que necesariamente iba a ser larga y que el Gobierno ha querido dulcificar con mensajes tranquilizadores que han tenido un efecto contrario al deseado.

En lugar de ser claros y honestos para no crear falsas expectativas sobre la duración de la pandemia, ha optado por el tacticismo y el regate en corto, que es marca de la casa, lo que explica que España enfile un nuevo estado de alarma sin conocer muy bien, como han reclamado los expertos en innumerables ocasiones, qué ha fallado, más allá de lo evidente, para volver a la casilla de salida. Y hay que recordar que sin evaluar lo que ha fallado es probable que el país siga dando palos de ciego en los próximos meses. Moncloa, ni siquiera, ha sido capaz de aprobar un marco legislativo estable para luchar contra el virus, lo que explica esa sensación de caos que hoy tienen muchos ciudadanos.

Una de las ideas más perniciosas que ha traído el virus es la que da por hecho que los regímenes autoritarios son más eficaces contra las pandemias

Sería injusto, sin embargo, recurrir al manido ‘piove, porco Governo’ para explicar en exclusiva lo que nos pasa, que decía Ortega, incluyendo, en esa necesidad de buscar culpables, a los presidentes autonómicos.

La responsabilidad individual

La sociedad española en su conjunto debería reflexionar sobre qué hay detrás de tanta irresponsabilidad individual a la hora de enfrentarse a una pandemia que no entiende ni de fronteras, ni de edades, ni de nacionalidades. Ni quiera del tamaño de la cuenta corriente. Ni sabe si gobierna un partido de izquierdas o de derechas. Es probable, de hecho, que no solo el Ejecutivo esté fallando, también nosotros mismos como ciudadanos dando alas al virus con pequeñas decisiones equivocadas que a la larga empobrecen a todos. También a nosotros mismos.

Decisiones equivocadas como las que toman empresarios cuando no protegen suficientemente a sus trabajadores, jóvenes que hacen fiestas y botellones irresponsables, dueños de residencias de ancianos que no hacen PCR a sus residentes, ciudadanos que no respetan el distanciamiento social o profesores que han fracasado en su capacidad de influencia sobre sus alumnos.

Lo que está en juego no es cualquier cosa. Una de las ideas más perniciosas que ha traído el virus es la que da por hecho que los regímenes autoritarios son más eficaces para luchar contra las pandemias. O que solo con un poder fuerte y centralizado se puede sofocar al virus. O que es el Gobierno el único responsable de la salud pública.

La virtud de la democracia es, precisamente, lo contrario. La democracia es un sistema de decisiones compartidas en el que el poder político no es más que la expresión de la voluntad popular, que es donde reside la soberanía. Y, obviamente, si se decide renunciar a ese derecho es lo mismo que renunciar a la propia democracia. Duverger lo llamó «democracia sin el pueblo», que se produce cuando la voluntad popular es anulada por los partidos en una suerte de caudillismo parlamentario o cuando el propio pueblo renuncia a sus responsabilidades en aras de una especie de subcontratación de sus derechos cívicos.

Es decir, renuncia a ejercer su propia libertad en contra de lo que sostenía Kant, para quien el ser racional «debe considerarse siempre como legislador, ya sea como miembro, ya como jefe».

La infantilización de la sociedad

La historia ha demostrado en numerosas ocasiones, y ahí está la Europa de después de 1945 para demostrarlo, que las respuestas políticas a una crisis son más eficaces cuando los esfuerzos son compartidos de una manera justa. Es decir, identificando con precisión el nivel de responsabilidad de cada uno. El Gobierno de la nación, por supuesto, tiene la suya, y es la más importante porque los ciudadanos le han dado no solo la confianza, sino poderes coercitivos para que haga cumplir sus decisiones. Pero pensar que esto depende solo del BOE es estúpido.

Probablemente, ningún político diga esto porque el poder siempre tiende a tratar a los ciudadanos desde el paternalismo, lo que explica las homilías televisivas destinadas a demostrar que el guía sabe lo que hay que hacer. Aunque sea infantilizando los mensajes, que es una de las características más evidentes del actual tiempo político, en el que se oculta información a los ciudadanos para que no se preocupen. El guía sabe lo que hace y sobre sus anchas espaldas puede descansar tranquila la nación.

Si Sánchez no hubiera infantilizado a la sociedad con mensajes falsamente optimistas, es probable que las cosas hubieran ido mejor

Es evidente que no es una enfermedad exclusiva de la política española. La ausencia de una autoridad europea capaz de coordinar las estrategias nacionales en la lucha contra la pandemia es clamorosa y eso explica que cada país haya desplegado sus propias iniciativas. ¿A quién hay que llamar en Bruselas para que dé cuenta de lo que se está haciendo, pero con verdadera dirección política y no una mera coordinación administrativa? Como irónicamente decía Kissinger cuando tenía algo que discutir con Europa, había tantos teléfonos que no sabía a quién llamar.

Esta desconexión entre el poder político y la ciudadanía, desde luego en el caso de España, es lo que explica la intensidad del segundo rebrote. Si Sánchez, en vez de infantilizar a la sociedad con mensajes falsamente optimistas, hubiera optado por concienciar a todos de que el virus es también una responsabilidad individual de cada uno, es probable que las cosas hubieran ido mejor. El problema es que eso no da votos.