Isabel San Sebastián-ABC

  • Desde que estalló la pandemia, hasta hoy, todas las decisiones de Illa han estado determinadas por su interés electoral

El desembarco en La Moncloa del dúo que nos gobierna ha producido un deterioro tan constante y acusado de nuestra democracia que nos hemos adaptado a vivir en un sistema tóxico, privados de libertad, información y derechos fundamentales. Habitamos en la aberración; esto es, en un entorno público que se aparta claramente de lo que hasta hace apenas un año se consideraba lícito. Al amparo de una pandemia que, lejos de perjudicarles, les ha brindado el pretexto perfecto para acelerar la ejecución de su proyecto revolucionario, Pedro Sánchez y Pablo Iglesias gozan de total impunidad para liquidar nuestra nación, nuestro modelo político y buena parte de los valores compartidos sobre los que se asienta nuestra convivencia, saltándose las reglas que ataron en corto a otros.

Desde que estalló la epidemia, ocultada deliberadamente a la ciudadanía con el fin de preservar la agenda del Ejecutivo, hasta el día de hoy, ha llevado las riendas de Sanidad un filósofo socialista, candidato a las elecciones catalanas, cuyas decisiones, incluida la de rechazar un confinamiento generalizado que piden a gritos los sanitarios, han estado determinadas por su interés electoral. Entre tanto, la vigencia de un estado de excepción «de facto», implantado durante seis meses, le ha permitido largarse sin dar una explicación, mientras eximía al presidente de rendir cuentas ante un poder legislativo atado de pies y manos. De revelar, por ejemplo, con qué criterios se han repartido las vacunas o qué sanciones recaerán sobre quienes se han saltado la cola. Un Congreso donde la mayoría Frankenstein, integrada por fuerzas cuya finalidad principal es romper la unidad de España, ha aprobado sin luz ni taquígrafos una ley de Educación que elimina el español como lengua vehicular de la enseñanza o una ley de Eutanasia tramitada a todo correr, sin escuchar a los médicos volcados en salvar vidas, que ofrece a quienes sufren, la muerte, como alternativa barata a los cuidados paliativos. Un Congreso que hace frente común con el Gobierno para presionar a los jueces y robarles la poca independencia que aún conservan, sometiéndolos a un chantaje atroz. Un Congreso que calla, al igual que nuestro líder patrio, cuando una portavoz de Bildu escupe que «el daño causado por ETA está reconocido; que fuese o no justo depende de cada relato».

El partido de los terroristas tiene patente de corso para alardear de sus crímenes. El rostro oficial de la lucha contra el Covid, Fernando Simón, puede desaconsejar el uso de mascarillas o negar la evidencia de nuevas cepas contagiosas. Pero una censura implacable rige en las televisiones, que no muestran ataúdes, ni a jóvenes en las UCI, amordaza arbitrariamente a programas humildes, como «Estado de Alarma», emitidos a través de YouTube, o impone la ley del silencio en el Portal de la Transparencia, cortando la cabeza de cuajo a quienes cumplen con su deber de preguntar o transmitir preguntas. Y tenemos tanto miedo, tanta desesperación, que ante tal aberración agachamos la cabeza.