ARCADI ESPADA-EL MUNDO
Pablo Iglesias y el resto de camaradas deberían descontar unas octavas de las críticas que les dirigen las personas que hoy están entre los 60 y los 70 años y que en su juventud fueron más o menos comunistas y hoy son más o menos otra cosa. Aunque en mi caso y en el de muchos (¡no en el tuyo!) la distancia entre lo que fueron y lo que son debe matizarse por la continuidad en el orden. Votar al Pce con 20 años era tan formalito como votar a Mariano Rajoy con 60. Un orden y un centrismo para dos cabezas muy distintas. Hay muchas razones objetivas para la crítica a Podemos. Pero en la de ese grupo generacional no puede descartarse una parte de exceso. Cuando cualquiera de nosotros ve actuar a Iglesias no se pregunta cómo se puede ser tan cretino, sino cómo pude ser tan cretino. Iglesias es un recuerdo constante de la estupidez, pero es que es nuestra estupidez y eso agrava severamente la crítica. Las personas que no pasaron en su juventud por la experiencia del orden observan a Iglesias con curiosidad antropológica. Pueden sentirse irritados y pueden juzgarlo con dureza. Pero no tienen nada personal. Nosotros sí lo tenemos. Algo realmente personal.
La situación se ha agravado estos días. Iglesias, comportándose con una insolencia pueril, ha despreciado la posibilidad de formar parte del Gobierno. La cuestión nos afecta visiblemente. Cuando entonces, el Pce y el Psuc –especialmente– eran partidos de lucha y de gobierno. Nunca pasaron de la lucha. De pronto, cuarenta años después, el bebé alfa se ve encarado al azar de una circunstancia parlamentaria favorable y a la coincidencia con un tipo humano y político del que no hay precedentes fáciles. Y los desprecia. Los adultos nos felicitamos del fracaso del Mal, como es lógico. Pero, insidiosa, se abre paso la sospecha de que habríamos hecho lo mismo que Iglesias.
El candidato Sánchez subió hasta una esfera celeste de la que todo lo desconoce al justificar el desacuerdo con Podemos a causa de las distintas tradiciones de izquierda de las que provienen. ¡Qué oh là là más ridículo! La explicación podría tener algún sentido en Italia, Francia o Alemania. Pero entre socialistas y comunistas españoles la discrepancia es notoriamente pedregosa. Un socialista español sólo es un burócrata oportunista para un comunista español: director general bajo Franco, ministro bajo Felipe. Cien años de honradez y cuarenta de vacaciones, eso es todo. En la historia del socialismo español no hay un arribista comparable a Pedro Sánchez. Entre otras cosas porque su arribismo se ha disfrazado eficazmente de épica. Y era con ese tipo con el que negociaba nuestro bebé. Toda la negociación estuvo marcada por el ir y venir dialéctico entre el poder y los principios. Los principios no se proyectaban sobre cuestiones programáticas. ¡A buenas horas cuestiones programáticas en el siglo XXI! Para Iglesias solo se trataba de que los oportunistas de izquierda no humillaran a la izquierda verdadera. Porque solo de humillación se trataba, todo giró en torno a vetos, nombres y cargos.
Pero es que, además, la situación había pillado a Iglesias en un momento crucial de su relación con los principios. La asechanza electoral del Suma Cero–Errejón para los no familiarizados con la teoría de juegos– le obligaba a la rigidez. Si en otoño hubiera elecciones, Iglesias acudiría a ellas diciendo que él no se doblega, lo que tiene un irresistible cartel entre los doblegados. Al Suma Cero se limitaría a llamarle socialista. Aparte está el chalet de la sierra. Un chalet es siempre incómodo de explicar. De ahí el asombroso referéndum legitimador por el que los militantes de Podemos certificaron la pertinencia histórica de la desigualdad. La más sólida lectura de Iglesias, el difunto Montalbán, recibió muchas críticas cuando se compró una casa en Vallvidrera desde la que clamaba contra la desnaturalización del Barrio Chino. Alguno llegó a decirle si la había puesto a nombre de Pepe Carvalho, el cínico. Montalbán se defendió con el argumento habitual: los de derechas no solo quieren vivir como dios, sino que quieren que los de izquierdas vivamos como perros. Tenía su parte de razón: a la naturaleza humana le importa menos la riqueza que el privilegio. De ahí el gregarismo, que solo es una forma de control para que nadie escape del pelotón. Pero Montalbán olvidaba deliberadamente el supremo privilegio que es vivir como dios, ladrando.
Sí, nosotros habríamos hecho lo mismo. Por los principios. Pero nosotros teníamos veinte años e Iglesias tiene cuarenta. Cierto: la vida, y la connerie, se alargan. Otra diferencia de interés es que ya habíamos leído más libros de los que él leerá en toda su vida. Libros, digo, no me solapes. La crucial diferencia, no obstante, afecta a la conciencia de clase. A los veinte años la conciencia de clase es inexistente, como cualquier otra forma de conciencia que se pretenda. La cuestión se complica cuando uno empieza a ver que la primera víctima de la dictadura del proletariado podría ser uno mismo. ¡Esta es el alba realmente existente de la conciencia de clase! La extensión de las clases medias y la paulatina desaparición del proletariado es un grave instante para la izquierda. Para la izquierda y, en concreto, para su política de identidad. Hasta mediados del siglo XX ser obrero era una identidad estable, condenadamente estable. Se pretendió incluso que se derivara de ello un cierto orgullo. Pero, quia, vas a compararlo con el Orgullo Gay. Poco a poco la identidad obrera, la conciencia de clase, fue diluyéndose. Ser obrero se convirtió, por fortuna, en una posibilidad transitoria. Hasta el punto de que el principal rasgo de identidad del obrero era el interés que tenía en dejar de serlo. El efímero orgullo mutó en la intensa épica del hombre hecho a sí mismo. Ya no se celebraba ser obrero sino dejar de serlo. Cuando se analiza la fragmentación del sujeto revolucionario clásico en varios sujetos identitarios (feminista, negro, homosexual, catalán, etc…) se olvida la diferencia estructural entre ser obrero y ser mujer, que es la ardiente posibilidad de dejar de serlo. Toda la sobreactuación izquierdista en torno a las guerras culturales se basa en esta sensata evidencia: no, bonita, no; obrera para siempre lo será tu madre.
Pablo Iglesias no podrá explicar fácilmente en nombre de quién o de qué rechazó formar parte del gobierno de Pedro Sánchez. Porque lo hizo en nombre de la ficción llamada Humillados y Ofendidos, aquella que Sánchez definió como la izquierda que incluso cuando gana pierde. Mala literatura. Y ética letal. Contrariamente a lo que suele creerse un chalet no ablanda sino que endurece. Obliga a ser inflexible con los principios para que así se demuestre la exageración marxista según la cual la conciencia viene determinada por el dinero. Tras la investidura fracasada, Iglesias durmió en la sierra. Pero sus principios permanecieron insomnes. Y su mensaje, inequívoco: Iglesias no se vende, solo compra.
Y tú, sigue ciega tu camino.