ABC 24/12/14
DAVID GISTAU
· Todo el mundo conmina al Rey a que diga lo que quiere oír, como eligiendo canción en una «juke-box»
LA inclinación republicana me fue inoculada a pronta edad por dos factores: la educación francesa y el modo en que cada Nochebuena, mientras el «vol-au-vent» terminaba de hornearse, mi padre interrumpía los juegos infantiles con los primos y ordenaba silencio en la casa para escuchar el discurso navideño del Rey como si se estuviera pronunciando la zarza ardiente. La monarquía era eso: no poder jugar durante un rato que se hacía largo al final del cual sonaba el himno como un preludio liberador. Supongo que entonces el Rey conservaba intacto el prestigio providencial, taumatúrgico, en una sociedad acostumbrada a ordenarse alrededor de un influjo personal que apenas exploraba la fragmentación partitocrática atravesada de miedos y de inminencias desastrosas. En eso se me hacen muy distantes mis mayores: nosotros hemos tenido tiempo de fatigar la democracia casi sin esperar a que dejara de ser excepcional.
Tantos años después, la Nochebuena en casa será el resultado de un tránsito generacional implacable que se ha llevado por delante hasta el «volau-vent», con sus propiedades proustianas, y por tanto nostálgicas. Entre los muchos indicios de la clausura de un tiempo agotado que nos envuelven y nos advierten de que habremos de resolver turbulencias comparables a aquellas para las que no fuimos convocados porque éramos niños, resulta que el mensaje navideño lo leerá este año por primera vez un Rey distinto. Un Rey que, al igual que sus contemporáneos, difícilmente pudo prever la carga de desafío que contendría su acceso al protagonismo. Santa Teresa dijo que se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas. Esa misma ironía fatal gravita sobre un deseo que nos fue concedido: no sentirnos abocados al tedio y a la carencia de misiones propias en un país concluido sobre el cual tendría sentido patrimonial la generación de la Transición. No nos conformábamos con ser meros encargados de mantenimiento, abúlicos cronistas de una rutina escandinava. Y henos aquí, en pie sobre una escombrera y, de repente, con todo por hacer. Se excedió el destino cuando le pedimos ocupar un tiempo apasionante y que nos fuera impuesta una responsabilidad propia.
Por supuesto, este primer mensaje navideño ha alentado una expectación insólita, propia de cuando olía a «vol-au-vent». Todo el mundo conmina al Rey a que diga lo que quiere oír, como eligiendo canción en una «juke-box». ¡Que repudie a la Infanta! ¿Otra vez? Después de haberla extirpado en el mismo discurso fundacional, ya sólo podría conectar durante el discurso con el museo de cera para que la viéramos salir en carretilla. El procesamiento de la Infanta es la credencial más contundente posible. Lo que en el Rey anterior sólo eran frases acerca de la igualdad ante la Justicia que luego incumplían las maniobras auxiliadoras del Estado, ahora se ha convertido en hechos consumados que nadie se habría atrevido a vaticinar: el banquillo para una hija y hermana de Rey. ¿Para qué agregar retórica?