José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Se mascaba la tragedia de la soledad española en el concierto internacional. Y se ha querido poner remedio con la crisis en Ucrania. Solución: vuelta al atlantismo
La decisión de política exterior más conveniente a los intereses nacionales e internacionales de España la ha adoptado —¡qué paradoja!— Pedro Sánchez al apoyar con prontitud la posición disuasoria de Estados Unidos y otros países de la Unión Europea y de la OTAN en la crisis que el autócrata Putin ha provocado con su amenaza de invasión de Ucrania, después de haberse anexionado la península de Crimea (2014) e infiltrado mercenarios en los enclaves prorrusos de Dombass y Lugansk, agresiones que no han merecido manifiesto pacifista alguno.
El alineamiento del Gobierno —a su presidente le corresponde la política exterior y nada cuentan a estos efectos los ministros de Unidas Podemos— permite suponer que tanto en la Moncloa como en Exteriores se mascaba la tragedia de la soledad española en el concierto internacional. Y se le ha querido poner remedio con la crisis de Ucrania. Solución: vuelta al atlantismo. Hoy lo explica el ministro Albares en el Congreso de los Diputados.
Desde que Rodríguez Zapatero, en un gesto provinciano e ignorante de sus consecuencias, permaneciese sentado al paso de la bandera USA en el desfile militar del 12 de octubre de 2003 y ordenase de manera fulminante y sin previo aviso a los aliados retirar las tropas españolas en Irak en abril de 2004, España perdió crédito, desde luego ante Washington, pero también ante las potencias aliadas y, en general, entre los socios de la OTAN. Desde entonces —y sin que Mariano Rajoy (2011-2018) lo remediase—, ningún presidente de los Estados Unidos ha visitado España.
El actual mandatario norteamericano, Joe Biden, se sintió concernido por aquella decisión española porque siendo senador demócrata se puso del lado de Bush y vivió aquella retirada como una defección. De ahí que su ‘paseíllo’ displicente (y humillante) con Sánchez en Bruselas el pasado junio fuese una patada figurada al leonés en su trasero. Todavía ayer mismo, el mandatario norteamericano mantuvo una conversación telemática con los líderes europeos en la que no incluyó a Sánchez. Sintomático.
El segundo presidente socialista de la democracia, tras alterar el atlantismo desplegado por Felipe González que llevó a nuestro país a un protagonismo exterior histórico, trató de encontrar un asidero con la denominada Alianza de las Civilizaciones (2004) que la ONU acogió rutinariamente y que con el tiempo ha devenido en una iniciativa irrelevante.
Por lo demás, la extraña vinculación de Rodríguez Zapatero con la Venezuela de Nicolás Maduro ha proyectado la imagen de España como la de un Estado ‘no alineado’. Su pertenencia como expresidente al Grupo de Puebla, el foro del izquierdismo latinoamericano, ahonda la sensación ‘outsider’ de España porque se supone que un exjefe del Gobierno mantiene una representación constante de su país en el ámbito internacional y cercanía con el jefe del Gobierno actual, ambos socialistas.
Como recuerda Emilio Lamo de Espinosa (‘Entre águilas y dragones. El declive de Occidente’, ensayo que cité el pasado sábado sobre este mismo tema), unas buenas y confiables relaciones con Estados Unidos repercuten positivamente en nuestra fortaleza política en Latinoamérica y nos refuerzan en la UE. Se trata, como dice el catedrático español, de una “triangulación” virtuosa porque la primera variable refuerza las otras dos.
Nuestro problema con Marruecos se ha agravado hasta un diagnóstico crítico desde que Donald Trump en diciembre de 2020 reconoció la soberanía marroquí sobre el Sáhara que su sucesor también respaldó el pasado mes de julio (léase la completa crónica al respecto de E. Andrés Petrel y Ángel Villarino del pasado 22 de enero). Las relaciones entre Rabat y Madrid están congeladas pese a que el Gobierno ha intentado al más alto nivel obtener un gesto marroquí. Ni siquiera los de Felipe VI hacia Marruecos —el día 17 de enero ante el cuerpo diplomático y dos días después con su visita al estand marroquí en Fitur— han provocado la reciprocidad esperada de nuestro vecino del sur, fuertemente apoyado por los norteamericanos y, como es históricamente constante, por París. Incluso Alemania emitió el pasado 13 de diciembre una nota reconociendo que la mera autonomía del Sáhara —como quiere Rabat— suponía una contribución a la solución del problema.
Hay que recordar que la OTAN no garantiza la seguridad de Ceuta y Melilla —las dos ciudades autónomas españolas, enclaves nacionales rodeados por Marruecos— y que en situaciones extremas como la ocupación del islote Perejil (2002), fue Estados Unidos —además de la resolución del Gobierno de Aznar— el que solventó la crisis. Y las cosas no pintan mejor en Latinoamérica. Las cumbres iberoamericanas están en franca decadencia. Las relaciones bilaterales con varios países, bajo mínimos (México, Venezuela, Nicaragua…), y en la UE, pese a ser la española la cuarta economía, perdemos peso a ojos vista después de que 16 países de la Unión nos superen en PIB per cápita, situándonos en el puesto 17º, empatados con Letonia. A mayor abundamiento: la apuesta independentista de Cataluña requiere de una constante deslegitimación internacional. Y hay que ganarla.
Impulsar la relevancia de España en el concierto internacional pasa por recuperar el atlantismo y el europeísmo y abandonar circuitos internacionales erráticos al estilo de los que transita Rodríguez Zapatero, volviendo a los que trabajaron Felipe González y José María Aznar —ambos desde perspectivas distintas—. La actual es una ocasión. España se suma claramente a una solución diplomática en la crisis de Ucrania siempre que sea posible y, alternativamente, a la decisión conjunta que tomen la UE y la OTAN. Y se convierte en socio fiable en la disuasión ante las amenazas de Putin, aunque su aportación militar sea simbólica.
La izquierda nostálgica de la significación soviética del expansionismo moscovita que cuajó en la URSS debe remitir a la embajada rusa en Madrid su manifiesto del ‘no a la guerra’ y emplear para todas las injerencias sobre la soberanía de los Estados la misma vara de medir. Esperemos que la oposición —del PP a Vox— cierre filas con el Gobierno en este crucial episodio internacional.
En este contexto, el Gobierno de coalición del PSOE con Unidas Podemos adquiere ya tintes surrealistas, de rareza museística, de extravagancia política. De no resetearse el acuerdo de diciembre de 2019 suscrito por Sánchez e Iglesias, la entente caminará más aceleradamente a su extinción. En el supuesto indeseable de que Putin cumpla sus amenazas y la situación exija una respuesta sancionatoria y/o eventualmente militar, el Gobierno de coalición podría entrar en barrena. El dilema no será para el PSOE, sino para Podemos, porque si soporta el volantazo estratégico de Sánchez, tras criticarlo de salida, no encontrará elemento alguno de coherencia ni teórica ni práctica si permanece en el Consejo de Ministros.
En la cumbre de la OTAN que se celebrará en Madrid en el mes de junio habrá que estar a la altura del compromiso evitando las excentricidades del socio menor del Gobierno, si para entonces sigue en pie la coalición. Entre otras razones, porque en esa reunión se proyectará la Alianza Atlántica en las próximas décadas, justo cuando España cumpla los 40 años de su integración (30 de mayo de 1982) en la organización. Se tratará de una cumbre estratégica.