MANUEL MONTERO-EL CORREO

  • Tenemos necesidad de alguna rutina, de menos juegos malabares de unos políticos cuya función debería ser evitar sobresaltos y no procurarlos

Cuando llegan acontecimientos extraordinarios (el asesinato de Kennedy, la muerte de Franco, el 23-F, elecciones cruciales) la agitación se apodera plenamente del ánimo colectivo. Nos conmueven con intensidad, no es posible sustraerse a su impacto durante cierto tiempo. Se recuerdan luego como momentos señeros, de los que marcan un antes y un después. Hay acontecimientos públicos que llegan a definir una época y que afectan a las emociones y actitudes. Adquieren un significado personal y se convierten en referencia -«fue cuando las inundaciones», «ocurrió después de aquel atentado», en tiempos se oía «antes de la guerra»-. Son referencias comunes, que hacen que se entrelacen la historia y la memoria personal.

Vivimos estos años una incesante acumulación de acontecimientos que se ven como históricos, por excepcionales e inauditos. No damos abasto y superan nuestra capacidad de asimilación. La propia pandemia, convertida en hito, se ha ido subdividiendo en jalones trascendentales: la reclusión colectiva, el impacto de las muertes, el ‘ya hemos vencido al virus’, la recaída de la segunda ola, de la tercera, la llegada de las vacunas, la misma vacunación… También la sensación de que vivimos una perpetua vuelta a las andadas… sorprendidos de que al repetir el tratamiento -relajar los controles- se reavive el virus. Como si ignorásemos que una misma causa produce siempre el mismo efecto.

Para más inri, nuestros sucesivos descensos a los infiernos nos llegan acompañados de una retórica vacua, que se creería apropiada para los momentos épicos, del tipo la voz que decreta la expulsión del paraíso, el mafioso haciendo una oferta que no podrás rechazar o el locutor cantando el gol de Zarra para la eternidad. A la sobredosis de hitos históricos ha acompañado la sobreescenificación, como si no llevásemos suficiente cruz. Seguramente proviene de la necesidad (del político) de sentirse providencial. Por la vía de la retórica.

  • Llevamos unos cuantos años de sobresalto permanente y promesas de regeneración, pero estamos donde estábamos

La pega es que las escenas bíblicas no encajan con lo nuestro. Resulta imposible imaginarse a Sánchez como Moisés bajando del Sinaí con las tablas de la ley. Ni es Charlton Heston ni encaja con el personaje: los diez mandamientos mandarían menos, pues su concepción de la ley da en laxa; y al encontrarse al pueblo adorando al becerro de oro quizás se apuntaría al botellón, con vistas a opositar a mando en plaza vía primarias y anunciando un diálogo (y negociación) para llegar a la vía intermedia entre la virtud y el vicio, todo por la convivencia.

Metáforas místicas al margen, vivimos una hemorragia de vorágine histórica. En un santiamén: ruptura del bipartidismo; llegada y fracaso de regeneradores; advenimiento, caída y resurrección de Sánchez; república catalana (visto y no visto), huidas y encarcelamientos de independentistas; juicios históricos (con condenas), moción de censura, Gobierno Frankenstein, Gobierno de coalición, régimen constitucional en manos de anticonstitucionales, comunistas al poder, indultos a sediciosos… Esto es un sinvivir.

Estos sucesivos saltos llegan adobados de exuberancias retóricas, que buscan situarnos en un clímax histórico, en pasos del Rubicón acumulativos.

La saturación de hitos históricos tiene algunos inconvenientes. No hay cuerpo que aguante lo de vivir siempre en la excelencia. Será por nuestra mediocridad existencial o por las limitaciones de la naturaleza humana, pero no podemos vivir siempre en lo sublime. Hasta nuestra capacidad de solazarnos con la Novena de Beethoven, las óperas de Wagner o el Quijote tiene un límite. Necesitamos poner los pies en el suelo de vez en cuando.

Lo mismo sucede con los acelerones históricos. Cansan: un poco vale, pero agotan si se amontonan. Tenemos necesidad de alguna rutina. Agobia la sensación de que cada vez que se reúne el Consejo de Ministros podamos entrar en una nueva era, tras reinterpretar la Constitución, la justicia, las relaciones exteriores o lo que toque. Todo fluye, todo se transforma, pero precisamos algún asidero. No esta imagen de vivir constantemente al borde del abismo, con la aprensión de que antes de acabar la legislatura quiebren la Constitución, España como unidad, la monarquía y la convivencia. Y no es que haya razones serias o sea el objetivo, sino a consecuencia de los juegos malabares de los mandos, una de cuyas funciones debería ser la de evitar sobresaltos y no procurarlos.

Además, el imaginario de que nos traen grandes transformaciones pertenece al terreno de las fantasías. Llevamos unos cuantos años de sobresalto permanente y promesas de regeneraciones, pero estamos donde estábamos. No hay ningún indicio de que se emprendan acciones para impedir corrupciones futuras, desajustes territoriales o amenazas a la división de poderes. La verborrea no lo puede todo.