Javier Zarzalejos-El Correo

  • Considerado a nivel mundial, poder ejercer el derecho de sufragio sigue siendo un privilegio cuando debería tratarse de un derecho universal

Una saludable práctica periodística ha acabado con aquella cursilada de referirse a las elecciones como ‘la fiesta de la democracia’. El latiguillo -al nivel de ‘espectáculo dantesco’, ‘pistoletazo de salida’ o ‘colgar el cartel de no hay billetes’- tiene, sin embargo, un fondo de razón. Considerado a nivel mundial, votar sigue siendo un privilegio cuando debería ser un derecho universal. Llegar a la urna y depositar el voto es algo más que optar por una determinada oferta política; es defender un sistema que, con sus imperfecciones, proporciona los mayores ámbitos de libertad y es el único que, en tanto que democracia liberal, reconoce nuestra condición de ciudadanos.

A estas alturas ya no hay indecisos. La suerte está echada en el sentido en el que en una democracia la suerte queda echada, es decir, con el carácter temporal y condicionado con el que los ciudadanos otorgan su confianza a un partido. Por eso apostamos por la incertidumbre sobre quién gobernará en democracia frente a la terrible certeza de quienes gobiernan la dictadura.

Cuando se acaba de celebrar la cumbre entre la Unión Europea y los países de América Latina y el Caribe, y a pesar de las solemnes afirmaciones sobre «valores compartidos», con el telón de fondo de una Europa democrática, resulta hiriente la presencia de dictaduras como la nicaragüense, la venezolana y la cubana. Regímenes autocráticos, profundamente corruptos, en los que la persecución y la cárcel con total ausencia de garantías se han normalizado. Mientras en España celebramos elecciones, la oposición es reprimida sin miramiento en estos países.

En Nicaragua, la siniestra pareja Ortega-Murillo mantiene una brutal campaña de represión contra la Iglesia como único poder social que con su testimonio puede ofrecer una alternativa decente y moral al totalitarismo sandinista. En Cuba, el castrismo que tiene en Díaz Canel su testaferro reacciona de la única manera que sabe a las protestas ciudadanas, aliado objetivamente con el desinterés occidental que reserva su celo democratizador para otras empresas. El Alto Representante para la Política exterior de la Unión, Josep Borrell, ha visitado Cuba recientemente. No ha habido rastro de presencia de los disidentes, ningún gesto hacia la resistencia democrática. Y mientras los cubanos sufren privaciones inimaginables, las subvenciones que recibe la isla desde la Unión Europea se dice, en un caso insuperable de humor negro, que están dirigidas a la «modernización de la economía cubana».

En Venezuela, un Maduro envalentado por una coyuntura internacional que considera favorable, un entorno regional más amistoso hacia su dictadura -Petro en Colombia, López Obrador en México- y una Europa alentando espejismos como unas elecciones inclusivas aceptadas por el régimen, pasea su descaro enviando a la vicepresidenta Delcy Rodríguez a la cumbre de Bruselas. Delcy Rodríguez, protagonista de una chusca escala en Madrid camino de Turquía a pesar de estar prohibida su entrada en el territorio de la UE, que se ha librado de la prohibición de acceso por la inmunidad que le concede acudir a una reunión internacional representando a su país. Maduro amenaza las primarias de donde tendría que salir el candidato de la oposición y con una arbitrariedad que ya no puede sorprender ha inhabilitado como candidata a María Corina Machado. una gran personalidad. combativa y carismática que representa hoy la esperanza de un cambio democrático una vez que Maduro se ha encargado de destruir a quienes han destacado desde la oposición.

No hay que entrar ahora en la decepcionante respuesta que desde la Unión Europea están recibiendo estas sangrantes dictaduras a pesar, entre otros deméritos, de su alineamiento con Rusia en su salvaje agresión sobre Ucrania.

Frente a estos casos en los que el Estado se ha convertido en una máquina de opresión contra sus poblaciones, el calor de una votación el 23 de julio, el estomagante efecto de una polarización política en la que el ‘vale todo’ se ha convertido en la estrategia de los que sienten amenazada su continuidad en el poder, incluso un estado de opinión que desde hace años viene expresando una sensibilidad hipercrítica hacia las carencias de los sistemas democráticos, ninguno de estos argumentos debería inhibir el cumplimiento de un deber moral. El deber moral de todo ciudadano, quien, ejerciendo su derecho a votar, lo hace por sí mismo y por todos aquellos que se ven privados del derecho a hacerlo, en cualquier región del mundo, por la tiranía y la opresión.