Álvaro Petit Zarzalejos-Vozpópuli

Vox se ha echado un órdago a sí mismo al pretender lo que sólo Felipe González ha logrado: convertir una moción fallida en una victoria política

El anuncio de Vox, como cada cosa que hace ese partido, ha despertado adhesiones impertérritas y rechazos inamovibles. O es una acción para salvar a España de un fatal destino o se trata simplemente de un golpe de efecto sin sentido real. Al parecer, no existe un término medio en el análisis de la moción que Santiago Abascal presentará en septiembre, aunque el medio sea, seguramente el término exacto: ni cruzados ni estúpidos, la moción tiene su sentido y su sinsentido; su anverso y su reverso.

Anverso

Negarle a Vox este acopio de razones sería negarle a la realidad su derecho a existir. El partido de Abascal es la tercera fuerza política, supera en mucho el número de diputados exigibles para la presentación de una moción y, además, está asistido por la práctica política, en la que nunca se ha tomado la moción de censura en su sentido estricto.

Vox presenta la moción, en parte, para reivindicar su derecho a existir y a estar presente en la esfera pública. Porque sus tres millones de votantes existen, son españoles de pleno derecho

Además, entre las razones evidentes y el sentido final de la moción, media una anomalía: la de que el tercer partido de España sea tratado como un grupo de leprosos a los que se les niega el pan y la sal y su participación en la vida pública, bajo falsas alarmas antifascistas.

Esto constituye una disonancia dentro de un sistema democrático en el que, gusten más o gusten menos sus ideas, las formaciones políticas legalmente constituidas tienen pleno derecho a ejercer su papel en normalidad e igualdad de condiciones.

Vox presenta la moción, en parte, para reivindicar su derecho a existir y a estar presente en la esfera pública. Porque sus tres millones de votantes existen, son españoles de pleno derecho y han decidido y votado ser representados por Abascal y su partido.

Reverso

El problema está en que los mismos números que asisten a Vox para reclamar su papel y presentar la moción, son los que le arrebatan todo su sentido estricto. Porque son esos números los que no dan, salvo sumas alucinógenas.

Y por si los números no fueran suficientes, están las fechas. Septiembre arrancará con una negociación presupuestaria que no se pintaba fácil, y que con una moción entre medias, puede volverse más sencilla; también es el mes en el que Bruselas empezará a reclamar papeles y reformas a los Gobiernos. Unos planes que Sánchez podrá remitir con el guapo subido, tras ganar una moción. Y el paro: los datos de septiembre pueden ser catastróficos. Qué oportuna aparece la moción para hacerlos pasar inadvertidos (aunque habría que plantearse en serio si Sánchez necesita de verdad una moción para lograr esto).

El reverso de la moción, en el fondo, es que acabará aquilatando una mayoría, la de la investidura, y dificultando otra, la de la alternativa liberal-conservadora.

Un órdago a sí mismo

Las mociones de censura se han empleado como herramientas de ‘dinamización de la vida política’, en palabras de Alfonso Guerra en 1980, cuando el PSOE presentó una contra el Gobierno de Suárez, y para obligar a la Cámara a tomar posición. ‘Impulso para la clarificación’ lo llamó Guerra. Su sentido real, el que la práctica ha asentado, es el de la táctica política.

De Vox y de cómo la plantee dependerá su éxito final. Razones hay para presentarla, aunque la lógica indique que lo mejor es no hacerlo (qué cosas tiene la política: razones y lógica, ¡disociadas!). Sin saberlo, Vox se ha echado un órdago a sí mismo: hacer lo que sólo lograron Felipe González y Alfonso Guerra en los 80: convertir el solar estéril de una moción fallida en terreno fecundo; fundir su anverso y su reverso.