FRANCISCO ROSELL-El Mundo

Después de contemplar el esperpento del jueves en la Asamblea de Murcia, donde Vox protagonizó su singular «¡Viva Cartagena!» retrotrayéndose a la época cantonal de la ciudad que hoy alberga la Cámara autonómica y dejando compuesto y sin investidura al aspirante del PP, Fernando López Miras, cabe preguntarse lo que aquel crítico teatral neoyorquino tras asistir al estreno de una obra que entendía indigna de figurar en la gran cartelera del mundo. Desfogando su disgusto, aporreó con dureza el teclado de su máquina de escribir para sentenciar como el que clavetea un féretro: «Anoche se estrenó… ¿Por qué?».

No debió de ser para menos aquello ni tampoco lo ha sido este episodio jupiterino digno de figurar, por lo desatentado y estúpido, en una recreación de Míster Witt en el cantón. En el marco de la rebelión que marcó la caótica I República, Ramón J. Sender, Premio Nacional de Narrativa con aquella novela, relata la historia de celos y de choque de caracteres entre aquel adusto ingeniero inglés que, a sus 53 años, no había protagonizado otra aventura que dejar la Marina británica para ocupar plaza en la Maestranza de Cartagena. Por las calles de la ciudad departamental, pasearía su rigidez y su seriedad infinita –tristeza de hombre solitario– hasta que su súbito enamoramiento de la joven Milagritos, con quien se desposaría al poco, le transformaría en un hombre nuevo que arrumbaría al puritano que encerraba dentro. Aquel irreconocible míster Witt, casi sin pretenderlo, alentaría la revuelta de aquel verano de 1873.

Si Míster Witt en el Cantón ayudó al escritor aragonés para reprobar los excesos cantonales, poniendo pie en los graves sucesos de una Cartagena declarada independiente tras apoderarse los insurgentes de la flota y del arsenal de la Marina, la andanza del Parlamento de Murcia debiera servir –lo que es mucho decir– de escarmiento de un centro derecha que parece dispuesto a perpetuar a Pedro Sánchez en La Moncloa, haga lo que haga, pacte con quien le venga en gana y con el propósito que sea, como corrobora el acuerdo de gobierno del PSOE en Navarra con los nacionalistas y la abstención de Bildu, antesala de una más que probable reinvestidura Sáncheztein.

Si Rajoy se apoyó en Podemos para frenar al PSOE cuando Sánchez le negaba el pan y la sal, ahora Vox desarrolla el mismo papel. Ello explica que, de pronto, las televisiones le pongan el foco para que revoloteen a su alrededor como luciérnagas y ciertos comunicadores ya no se plantean –con aires de filósofos catódicos– cómo deben tratarse las informaciones referidas a la formación de Santiago Abascal, mientras se hacían selfies con condenados terroristas o maduros tiranos. Al contrario, le extienden la alfombra roja y se muestran comprensivos con sus quejas sobre el trato que sufren por parte de PP y, en especial, Cs. Parejas dudas le transmitían algunos asesores al presidente Mitterrand sobre Le Pen y sobre las que aquél callaba astuto. Era consciente de que su auge le ayudaba a sostenerse en El Elíseo frente a Chirac, como ahora Vox en su deriva es clave para destrozar el centroderecha.

En este sentido, Vox está resultando un cooperante necesario en esa estrategia: primero ayudó a Sánchez a movilizar el voto de la izquierda alrededor de su candidatura sobre la base de que «¡viene la ultraderecha!» –modernización del cuento de Pedro y el lobo–; ahora entorpece hasta el sabotaje la formación de gobiernos alternativos de centroderecha; y, en caso de que hubiera una repetición de elecciones como amenaza del presidente en funciones a Podemos, obraría la desmovilización de los votantes a los que rescató de la abstención franqueando la puerta del Gobierno de par en par a la izquierda a la que no sabía combatir la «derechita cobarde» ni «la veleta naranja», según vociferaba un desaparecido Santiago Abascal.

Éste parece haber fiado el partido a quienes se hacen oír más que él como parte de una secta que parece anclada en la Iglesia católica anterior al Concilio de Trento, después de que hubieran utilizado al dirigente vasco como mascarón de proa de un proyecto al que determinadas financiaciones pueden estar escorando en la deriva que se plasma estos días. Vox pasa de martillo a yunque con el que desbaratar las expectativas de muchos de sus votantes.

Lo cierto es que, cuando parecía sofocarse el orgullo herido de Vox a causa de los prejuicios de Cs con respecto a la formación de derecha extrema, sentándose en una reunión de cinco horas destinada a desbloquear la investidura de López Miras y facilitar un posterior entendimiento asimismo en la Comunidad de Madrid, todo saltaba por los aires por un quítame allá esas pajas. De pronto, con un acuerdo cerrado y refrendado por Abascal con Casado, Iván Espinosa de los Monteros, vicesecretario de relaciones internacionales de Vox y portavoz en el Congreso, lo pulverizaba camino del salón de plenos. Con aldabas más poderosas que su jefe de filas, este promotor inmobiliario, como Trump, echaba mano del manual de negociación del presidente norteamericano. Como señala el plutócrata Carlos Slim, no es ningún «Terminator», sino un duro negociador que usualmente extrema sus puntos de vista para sacar tajada. No le importa empeorar la posición y perder apoyos en el trayecto, si está persuadido de que las cosas pueden funcionar.

A este fin, sus alianzas no se ajustan a ningún canon preconcebido. Son intermitentes y contradictorias, variando la apreciación de amigo o enemigo a conveniencia. Es el viejo pragmatismo que Lord Palmerston, gran dominador de la política exterior británica en la época dorada del imperio, concretó en estos términos: «No tenemos aliados eternos ni enemigos perpetuos. Nuestros intereses son eternos y perpetuos, y nuestra obligación es vigilarlos».

Si resultaba ridículo que Cs no quisiera sentarse con Vox, cuando lo ha hecho incluso con familiaridad de hermanos de la nueva política con Podemos, favorable al derecho de autodeterminación y legitimador de las satrapías venezolana o cubana, cuando no calla sobre dictaduras islamistas como el Irán de los ayatolás, no lo es menos esa exigencia de Vox de poner como condición de cualquier pacto de investidura de un candidato del PP que se siente en la mesa también el partido de Rivera.

Actuando de esa manera, interioriza que precisa de los demás para que le den cédula de habitabilidad en el sistema democrático. Le reconoce implícitamente una superioridad moral a Cs que sólo acredita, en todo caso, sus propios e inextricables complejos. En lugar de romper ese marco mental, se pliega a él y se ofusca por meterse en el agujero que ellos mismos ahondan,

Cuando un partido necesita recabar votos para investir a sus candidatos, no es preciso reunir a la vez a todos sus eventuales socios en torno a una mesa, salvo que suscriban un Gobierno de coalición, por lo que no se entiende el porqué de ese empeño de Vox en que los demás le den ese vitola que, en lógica consecuencia, éstos se resisten a dársela.

Pero lo llamativo es la poca inteligencia de que haría gala Vox que, como en Andalucía, tiene en sus manos la llave de la gobernación también en Murcia o en Madrid, y la desprecia de forma tan atrabiliaria. No se sabe por qué extraña razón lo que se hizo bien en Andalucía, dotando de estabilidad a una autonomía de su extensión, no ha servido de pauta de Despeñaperros arriba. No por casualidad parece coincidir con el ostracismo de Abascal, El Ausente, y la entrada de otros dirigentes empeñados en hacerse oír a base de gritos y de reclamaciones que parecen más propias de una organización sectaria y excluyente que de un movimiento que se benefició de la errada táctica del PP en Cataluña y del uso del artículo 155 con el exclusivo objetivo de convocar elecciones, pero dejando el poder en las mismas manos que habían perpetrado un golpe de Estado. A este paso, esos principios de los que tanto alardean se van a quedar sin finales.

Con todo, lo peor, tras el espectáculo de estas semanas en Murcia, votando junto al PSOE y Podemos, y en Madrid, situando en el limbo un Gobierno de centroderecha, es la poca confianza que puede inspirar a los electores un conglomerado de partidos que, lejos de anteponer lo fundamental, lo postergan al servicio de causas mezquinas y egoísmos personales. Todo un desvarío que explica el descrédito de unos políticos que se atienen a la máxima marxista, sector Groucho: «La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados».

Se olvida con frecuencia que la política no consiste en pontificar sobre el bien y el mal, sino en resolver los problemas de la gente. De esta guisa, si el vídeo no mató a la estrella de la radio, como en la popular canción de The Buggles con cuyo videoclip la cadena MTV emitió el verano de 1981 su primera señal televisiva, tampoco parece que vaya a acaecer con una nueva política que está generando la deserción de sus votantes y la vuelta a los antiguos partidos, una vez curado el sarampión. No podrán echar la culpa a otros de aquello que son sus exclusivos responsables

Empero, por encima de lo obtuso de la situación y de que sea difícil encontrarle un «por qué», al que renunció aquel crítico norteamericano, quizá pueda columbrarse un «para qué» por muy visionario y estrambótico que pudiera resultar. A medio plazo, y ante el temor de ser absorbido y diluirse como un azucarillo en el PP, Vox estaría girando en su estrategia para no limitarse a ser un sillar de la alternativa de centroderecha al PSOE y sus adheridos. Eso explica su aparente y dislocada conducta en Murcia y en Madrid destinada a socavar el poder territorial del PP y a tratar de echar a Cs en brazos del PSOE.

Por eso, se tiran del avión en marcha usando como paracaídas a Cs. El iluminado mesianismo de algunos dirigentes les lleva a querer ser la roca sobre la que construir la nueva derecha hasta ser, por sus fuerzas, la alternativa que Marine Le Pen es en Francia, símbolo a la vez de fortaleza e impotencia. Aun siendo, a veces, la opción más votada siempre se queda a las puertas de El Elíseo.

No cabe duda de que el odio y los celos pueden desatar de tal manera las pasiones humanas que hagan irreconocibles a sus protagonistas y hacerles perder incluso aquello que más aman con tal de cobrarse su venganza. Es lo que acontece en Il Trovatore, la ópera de Verdi basada en el drama romántico de Antonio García Gutiérrez y representada este mes con éxito en el Teatro Real. Resulta de gran actualidad, dada su analogía con el presente, la conducta del personaje de la gitana Azucena al querer desquitarse de la muerte de su madre acusada de haber embrujado al hijo menor del conde de Luna y quemada viva pese a su inocencia. Mientras agoniza, hace jurar a su heredera que reparará el agravio mortal.

Así, como revancha, rapta al hijo del noble para que corra su suerte. Pero es tal su ofuscación que, en vez de arrojar a las llamas al pequeño, yerra y lanza al fuego a su propio hijo. Su frustración desata una espiral de violencia que no se contendrá hasta la zíngara proclama desfalleciente: «¡Estás vengada madre mía!». En su infinita ira, Azucena no duda en enviar al suplicio al trovador al que todos creen que es su hijo solo porque es hermano de su peor enemigo. Buscando un «por qué» puede aparecer un «para qué».