El resultado de las últimas elecciones generales ha sido una profunda decepción para los partidarios de una España unida, fuerte y segura en la que rijan el imperio de la ley, la libertad de empresa y la separación de poderes. Los votantes que no sólo se sienten ajenos a estos principios democráticos básicos, sino que les son francamente hostiles, es decir, los que ven con agrado la desintegración de nuestra soberanía, la colectivización de nuestra economía y el predominio de lo público frente a las libertades individuales, han superado por un millón largo de sufragios a los defensores de la sociedad abierta. Este es un cuadro desolador que presenta sombrías perspectivas para nuestro futuro como Nación y que pone de manifiesto de nuevo el fracaso de los dos grandes partidos nacionales en su gestión y desarrollo del orden institucional y jurídico diseñado en la Transición y materializado en la Constitución de 1978.
Se trata sin duda de una trayectoria impresionante, fruto de la búsqueda por parte de amplias capas de nuestro tejido social de un instrumento político capaz de enfrentarse con firmeza y a los muchos males que nos aquejan
Hace nueve años nació en nuestro país una fuerza política con la voluntad inequívoca de resolver en su raíz los graves problemas políticos, sociales, económicos, institucionales y morales de nuestra patria, lo que requería un diagnóstico implacable, una comprensión desacomplejada de las causas de nuestro declive y la formulación de una agenda renovadora que invirtiese un rumbo conducente al fracaso para reemplazarlo por otro garante del éxito. Este propósito, tan ambicioso como valiente, tan necesario como escandalizador de los instalados en la inercia de la pasividad, se concretó en tres letras que pusieron en escena una nueva marca electoral: Vox. Esta organización, recién llegada entonces e irrelevante inicialmente en el tablero demoscópico, es hoy el tercer Grupo en el Congreso, participa en el gobierno de cuatro Comunidades Autónomas y de numerosos municipios y ha recibido tres millones de sufragios el pasado 23 de julio. Se trata sin duda de una trayectoria impresionante, fruto de la búsqueda por parte de amplias capas de nuestro tejido social de un instrumento político capaz de enfrentarse con firmeza y solvencia a los muchos y profundos males que nos aquejan como nación y al indudable mérito y esforzado trabajo de sus dirigentes y militantes.
Sin embargo, este itinerario tan estimulante ha empezado a mostrar señales de agotamiento y de inflexión de una marcha continuamente ascendente para entrar en una eventual fase de debilitamiento progresivo. Dos son los elementos que denotan este posible descenso de Vox hacia cotas de menor presencia e influencia: el primero es obviamente la pérdida de seiscientas mil papeletas y una veintena de escaños en los recientes comicios generales respecto de los anteriores y el segundo el abandono de la primera línea de figuras tan relevantes como Iván Espinosa de los Monteros, Macarena Olona, Víctor Sánchez del Real, Rubén Manso, Mireia Borrás y Juan Luis Steegman, unas por renuncia voluntaria, otras por haber sido apartadas inexplicablemente de las listas por la dirección nacional y en el caso de Olona por causar baja en el partido tras un agrio enfrentamiento con su cúpula.
A las formaciones políticas les sucede como a los bancos, basta que cunda el rumor de que una entidad financiera pasa por dificultades para que sus acciones se derrumben y los depositantes se agolpen en las ventanillas para retirar su dinero, aunque el infundio carezca de base y la ficha en cuestión sea sólida como una roca. Análogamente, es suficiente que se extienda y cuaje la noticia de que unas determinadas siglas están en crisis para que los simpatizantes se retraigan, los afiliados se desmoralicen y los votantes busquen otro destino donde poner su confianza. El recuerdo del auge y caída de UCD, UPyD, Ciudadanos y Podemos, entre otros, son un ejemplo ilustrativo de este fenómeno.