Vuelta a España

Las naciones y los Estados son convenciones que permiten la convivencia y que no responden al capricho de cada cual: en algunos despiertan sentimientos entusiastas y en otros mero acatamiento utilitario, pero lo que no lleva a ninguna parte es negar su existencia real y refugiarse en la tierra de Nunca Jamás de algún maximalismo irredentista.

Fue hace más de cincuenta años, un suspiro como quien dice. Entonces los niños donostiarras sentíamos pasión por el ciclismo de ruta y disfrutábamos con las grandes pruebas por etapas. No teníamos todavía televisión, de modo que había que contentarse con la radio y los periódicos. Pero nuestras idolatrías no eran menores: Louison Bobet, Raphael Geminiani, Charly Gaul, Gastone Nencini, Van Stenbergen y nombres aún más extraños� ¡Stablinsky, Walkoviak! Y por supuesto los españoles, como Salvador Botella, Federico Martín Bahamontes, Jesús Loroño, Luis Otaño� sin olvidar a los grandes esprintadores: Miguel Poblet y Vicente Iturat. Celebrábamos sus gestas, padecíamos con sus desfallecimientos (la temible ‘pájara’ que acecha incluso a los mejores), coleccionábamos cromos con sus fotografías y los repetidos los usábamos para forrar las chapas con las que competíamos en carreteras trazadas en el polvo de Alderdi-eder o en la arena de la Concha.

La llegada de la Vuelta a España a San Sebastián era uno de los momentos importantes del año. Yo iba con mis padres, mi abuelo y mis hermanos a ver pasar a los ciclistas por el Jaizkibel. Llegábamos con horas de antelación para tomar un buen sitio, en un repecho a poder ser, y no olvidábamos los bocadillos para entretener la espera. Quienes tenían transistor informaban a los demás: «¡hay un escapado que lleva cinco minutos de ventaja!». Aparecía el escapado (siempre recuerdo en ese papel al portugués Alves Barbosa, al que le iba por lo visto nuestro monte), luego otros tres o cuatro, en un largo goteo hasta que pasaba de golpe el gran pelotón. «¿Lo has visto? El del maillot amarillo era Loroño�». A veces se disputaba al día siguiente una prueba por equipos en el circuito de Amara. Allí ví yo -un respeto, descúbranse- a Fausto Coppi, el último año que participó en la gran ronda española. Iba a la zaga de sus compañeros pero, cada vez que el equipo pasaba por meta, los demás se abrían en abanico para que ‘il campionissimo’ cruzara en cabeza.

Sin duda la Vuelta a España forma parte de mi identidad cultural y de la de muchísimos vascos: los que se las arreglaron para impedir durante décadas que la ronda ciclista pasara por el País Vasco agredieron la identidad que efectivamente tenemos para tratar de imponernos la que según ellos deberíamos tener. Y lo mismo ha ocurrido en tantos otros campos, deportivos o no. De modo que se fue configurando a la fuerza un ‘hecho diferencial’ que para muchos no estaba basado en memorias compartidas, aficiones y fervores sino en amedrentamientos, disimulos y renuncias. La fundamental diferencia que debía quedar establecida era la del rechazo o la exclusión en el País Vasco de cuanto sonase a España y a español, aunque ello obligase a todo tipo de contorsiones absurdas. Una de las últimas es la placa en la Diputación que lamenta tener que exhibir la bandera del país del que formamos parte, proclama pintoresca que -a diferencia de la bandera misma, que es asumida con naturalidad por cualquier ser racional- llama la atención y hasta se convierte en oscuro objeto de deseo para cruzados extravagantes que se la quieren llevar como trofeo: y es que lo ridículo llama a lo ridículo sin poderlo remediar.

Parece que afortunadamente esta neurosis política va remitiendo y el Gobierno actual de la CAV convierte poco a poco en institucionalmente normal lo que ya la gente vivía como normal a poco que le dejasen. Las naciones y los Estados son convenciones que permiten la convivencia y que no responden al capricho de cada cual: en algunos despiertan sentimientos entusiastas y en otros mero acatamiento utilitario, pero lo que no lleva a ninguna parte es negar su existencia real y refugiarse en la tierra de Nunca Jamás de algún maximalismo irredentista. Quedan esencialistas, desde luego, como la pareja que robó la placa de la Diputación o ese maestro Ciruelo que el otro día alertaba en ‘Gara’ contra el peligro de que el lehendakari López destruyese «la médula de la etnicidad» vasca, nada menos. Pero da la impresión de que están en franca decadencia y que la mayoría de la gente pasa de ellos y respira con alivio en cuanto le dejan vivir sin imposiciones ni estridencias. Ahora lo urgente es que cese de una vez por todas y sin subterfugios la violencia terrorista: esa es la auténtica etapa reina que debemos ganar para concluir felizmente nuestra Vuelta a España.

Fernando Savater, EL CORREO, 29/8/2010