Isabel San Sebastián-ABC

  • La Conferencia Episcopal ha brindado un respaldo impagable a Sánchez y a los golpistas indultados sin pedir perdón

El que fuera obispo de San Sebastián durante los ‘años de plomo’, José María Setién, habría suscrito con deleite las palabras del portavoz de la Conferencia Episcopal Española, Luis Argüello, bendiciendo (nunca mejor dicho) los indultos del Gobierno a los golpistas condenados. Durante la oleada de atentados contra los concejales del PP, Setién no tuvo empacho en espetar a María San Gil que «un padre no tiene por qué querer igual a todos sus hijos», en referencia a su clara preferencia por los independentistas, incluidos los encapuchados. Del mismo modo, en su comparecencia del jueves ante los medios, Argüello decidió reflejar únicamente el sentir de los prelados catalanes y sus aliados, privando de facto de representación a los defensores de

la Carta Magna, que los hay, aunque no hagan tanto ruido como los entregados al ‘prusés’. Entre los leales a España, únicamente el franciscano Jesús Sanz Montes, arzobispo de Oviedo, tuvo el coraje de dejar clara su postura en un artículo publicado en estas páginas de ABC, donde ponía de manifiesto que la unidad nacional es un bien moral que debe ser protegido. Los demás han preferido callar y asumir que «la Constitución no es un dogma» o que lo sucedido en Cataluña en octubre de 2017 es un «conflicto» que ha de ser «resuelto mediante el diálogo». En otras palabras, han brindado un respaldo impagable al presidente Sánchez y a los delincuentes perdonados sin haber mostrado arrepentimiento alguno, a costa de dejar a los pies de los caballos a la Justicia, empezando por el Tribunal Supremo, los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad que se jugaron la vida para proteger la Ley y el orden, y los ciudadanos constitucionalistas que defienden con valentía y a un precio altísimo el Estado de derecho allá donde el poder autonómico lo quebranta sistemáticamente. O sea, a los más débiles y vulnerables. Exactamente lo mismo que sucedió durante años en el País Vasco, donde la Iglesia, con alguna honrosa excepción, mostraba una comprensión infinita hacia los terroristas, proporcional a su frialdad con las víctimas, que siguen esperando en vano un consuelo comparable a la calurosa acogida que encuentran en muchas parroquias sus verdugos liberados. No es casual que el asesino Josu Ternera resida actualmente en un convento de la Congregación del Espíritu Santo, próxima a París, o que la intermediaria habitual entre ETA y los sucesivos ejecutivos haya sido la comunidad de San Egidio.

La Conferencia Episcopal Española se ha alineado sin fisuras con la Tarraconense y con La Moncloa, para satisfacción de quien tiene en sus manos el futuro de la educación concertada y la negociación del IBI. Sánchez ha encontrado en nuestros mitrados un altavoz inmejorable para ensalzar su cacreada «concordia», que no es más que claudicación ante los sediciosos. La historia se repite y me trae a la memoria la pregunta que le formuló en su día Gregorio Ordóñez, periodista, al obispo de su ciudad: «Monseñor, ¿usted cree en Dios?».