ABC-JON JUARISTI

El origen de la ideología progresista actual está en la izquierda estadounidense de la Guerra Fría

QUIZÁS a impulsos del aburrimiento de los días de transición entre las vacaciones y el comienzo del nuevo curso, mi hijo se mete, vía Twitter, en una discusión de estudiantes, para defender que los Estados Unidos no solo son una democracia, sino la democracia constitucional más antigua del planeta.

–Me ha caído la del pulpo –me dice–. Medio país está arremetiendo contra mí. No sabía que quedaba tanto antiamericanismo en España.

A los jóvenes les cuesta relativizar. Las redes sociales no son España. Probablemente, el porcentaje de antiamericanismo entre sus usuarios es mucho mayor que el que se detectaría en la población total, pero sí, admito, queda mucho antiamericanismo, y, además, no es un antiamericanismo residual, sino creciente, atizado por la izquierda y, muy en particular, por el PSOE desde los años de Rodríguez Zapatero, el valedor de Maduro. Ahora bien, la especie de que los Estados Unidos son una falsa democracia que encubre el peor de los fascismos no tuvo su origen en la Unión Soviética, ni en Cuba ni en Venezuela, sino en las universidades estadounidenses de los años sesenta del pasado siglo, que elaboraron la ideología progresista de la que ha vivido la izquierda de todo el mundo desde entonces. Alain Finkielkraut, que se dedicó en su juventud a desentrañar los misterios de la izquierda americana una vez esta se hubo apoderado de los campus, definió aquella

ideología como la de la «traición generosa», aunque no todo fuera generosidad, ni mucho menos, en los retoños de una clase media blanca que convirtieron a unas bandas de delincuentes negros (la mitad de ellos encarcelados por devastar los barrios de las clases medias de su mismo color de piel) en la vanguardia de la revolución mundial, los Black Panthers, y todo eso para cargarse el movimiento por los derechos civiles de Martin Luther King, al que consideraban burgués y reformista. Unos cuantos profesores de prestigiosas universidades del Oeste se las arreglaron incluso para fabricarle una tesis doctoral al jefe de los panteras, Huey P. Newton, un asesino inmundo. Acaso venga también de ahí la costumbre socialdemócrata española de improvisar doctorados de corta y pega para sus candidatos favoritos.

Es una pena que se haya olvidado tan pronto aquel mejunje progre americano de los sesenta. El de, por ejemplo, los Black Panthers y los Weathermen, su contrapunto blanco, hijos de empresarios que iban a Cuba con el pretexto de echar una mano en la zafra, y, ya en la Habana, dejaban que los guajiros se deslomasen con la caña y ellos cenaban con agentes soviéticos para recibir instrucciones, que se traducían a su regreso en atentados con bombas contra símbolos de la dictadura imperialista al servicio de sus papás. Por ejemplo, oficinas de correos. Y se ha olvidado porque van desapareciendo con rapidez aquellos escritores que mejor y más honestamente contaron sus fechorías. Novelistas como Philip Roth o periodistas como Tom Wolfe, que fue también un excelente novelista. Sobre todo, este último, el primero en destapar la colaboración del progresismo doméstico con la guerra de propaganda norvietnamita: «De repente aparece en Hanoi Harrison Salisbury, que escribe en The New York Times sobre los criminales bombardeos americanos contra los héroes norvietnamitas de la jungla. De correr sangre deportiva por tus venas, debías ponerte a favor de los norvietnamitas». Wolfe, que describió con feroz sarcasmo las cenas ofrecidas por los millonarios de la izquierda exquisita neoyorquina a los Black Panthers, murió hace un año, totalmente desconocido por los adolescentes españoles que repiten, sin saberlo, las tonterías perversas de sus personajes.