- Turull, que no es precisamente el más listo de la clase, lo ha delatado: les da todo igual, lo único que de verdad quieren es su referéndum y su república
El nacionalismo no es un fenómeno milenario. Y la nación, tampoco. La nación se crea. Es el fruto de un esfuerzo político. Nunca me cansaré de recordar las clarividentes palabras al respecto de Ernest Gellner, el gran estudioso del nacionalismo: «Las naciones no son algo ineludible históricamente, ni los estados nacionales son un destino final manifiesto. El nacionalismo engendra las naciones, no a la inversa». El gran pensador liberal checo-británico sabía también que las palancas principales para forjar una nación son la educación y la cultura, con un papel crucial para el idioma.
El nacionalismo despega en el XIX y reciben un nuevo impulso en Europa a comienzos del siglo XX, cuando la disolución de los imperios austro-húngaro y otomano da lugar a que se alumbren varias flamantes naciones. En ese clima, la ola alcanza a algunas regiones españolas, en donde surgen brotes nacionalistas, como el PNV vizcaíno de los xenófobos hermanos Arana, las Irmandades da Fala gallegas y el Partido Galeguista; o la Lliga Regionalista catalana o, más tarde, ERC, fundada en 1931. Todos esos movimientos comparten un sueño finalista: que su región se convierta en un país independiente. Pero modulan ese objetivo máximo a tenor de la fuerza que presenta en cada momento su enemigo, que no es otro que el Estado central, léase España.
El larguísimo Gobierno autocrático de Franco mete en el congelador durante 40 años a los nacionalismos regionales disgregadores y fomenta intensamente el nacionalismo español. Ese paréntesis fortaleció por tanto la unidad de España, porque con su presión coercitiva dejó fuera de juego a quienes la cuestionan. Con la llegada de la democracia, unos padres constituyentes tan bien intencionados como ilusos creyeron que concediendo un cierto autogobierno a las regiones –el Estado de las autonomías– se lograrán suavizar las ambiciones de los nacionalistas y evitar que planteasen su objetivo real e irrenunciable: la independencia. Craso error.
El modelo autonómico acabará fomentando un extrañamiento hacia la idea de España, agravado por la suicida concesión de las competencias de educación a las regiones, aprovechada por los separatismos catalán y vasco para convertir las escuelas en cantera de independentistas. Además, se inició –e insólitamente los Gobiernos centrales lo permitieron– un aberrante ejercicio de ingeniería social denominado «inmersión lingüística», eufemismo que encubre prácticas de acoso feroz al español para fomentar las lenguas regionales por un móvil puramente político («crear nación», que diría Gellner).
Los partidos nacionalistas vascos y catalanes han aprovechado su larga estancia en el poder para centrar todos sus esfuerzos en forjar lo que llaman «estructuras de nación». Trabajan todos los días del año en fomentar el apego sentimentaloide hacia el terruño y el distanciamiento hacia lo que nos une a todos, España. Ese fenómeno, que comenzó en el último tercio del siglo XX, se ha convertido ahora en un manifiesto peligro político para España, debido a la imperdonable dejación de funciones del PSOE. Los socialistas, que sarcásticamente todavía llevan la palabra «Español» en el apellido de su marca, han elegido siempre como socios a los nacionalistas frente a los partidos unionistas de centro y de derecha. Con Zapatero comenzaron a comportarse incluso como una formación filonacionalista. Con Sánchez, el PSOE ha aceptado la rendición casi absoluta ante los manifiestos enemigos de España, hasta el extremo de aceptar convertirse en rehén de ellos. Y lo hace por una razón bien obvia: las miserias electorales de su altivo candidato de cartón piedra.
El viejo truhan Jordi Pujol –un día habrá que hablar de por qué todavía no ha ido a la cárcel un solo miembro de un clan que guindó a manos llenas– era tan pícaro como inteligente. Cuentan que solía plantear a sus colaboradores la siguiente pregunta retórica: «Cuando llegas a un país de fuera, ¿en qué notas que estás en el extranjero?». Y él mismo respondía: en que hablan en otro idioma y la policía es distinta.
Esa explicación aporta la clave para entender todos los movimientos del separatismo catalán. A ERC y Junts les importan un bledo el IVA de los alimentos, los parados españoles, el modelo educativo más adecuado para nuestra juventud, las infraestructuras que han de vertebrar España, la solidaridad y equidad entre españoles, nuestros problemas de defensa y seguridad… Solo quieren una cosa: dar pasitos para ir creando su república. Hay que forjar estructuras de Estado. Hay que ir aflojando los hilvanes de la vieja nación española, hasta que un día caiga de madura porque sus habitantes no han sabido defenderla, porque sus intelectuales no han dado la batalla cultural y porque sus partidos estaban despistados con lo aparentemente urgente sin acertar a ver lo importante, que era que en dos regiones existía un obsesivo movimiento para destruir nuestro país (dándose además la gran paradoja de que sus poblaciones rechazan mayoritariamente la independencia y de que el idioma más hablado en ambas es, por supuesto, el perseguido español).
Desengáñense, a los separatistas de Junst y ERC no les interesa controlar la inmigración. Lo que realmente les importa es sumar una competencia más y restársela al Estado, dentro de su mecánica de martillo pilón de ir picando los cimientos de España (y más teniendo enfrente a un chollazo como Sánchez).
Turull, que no es precisamente el más listo de la clase, delató ayer toda la verdad de esta triste historia: «O nos dan el referéndum, o colorín colorado, esta legislatura se ha acabado». Ahí es donde realmente estamos. Por eso resulta tan imperdonable la felonía del PSOE y de todo su orfeón mediático (buena parte de él, por cierto, de capital foráneo, al que realmente España no le importa nada, más allá de extraer dinero de ella).
La memoria colectiva tratará pésimamente a Sánchez. Será el único expresidente español que no podrá entrar en un bar de cualquier punto de España a tomarse una caña con plena tranquilidad. Hay traiciones difíciles de olvidar.