Rubén Amón-El Confidencial

La emergencia de un problema real destruye la ficción independentista, mientras Torra hace el ridículo reclamando a Sanchez el confinamiento de Cataluña

No se trata de frivolizar con los aspectos positivos que implica la pandemia coronavírica, pero el desafío de un problema verdadero —por lo que es y por los efectos sobrevenidos que arrastra— ha relativizado el interés y la conveniencia de los problemas ficticios. Ninguno tan evidente como la “ensoñación” del soberanismo, tal como calificó el Supremo la sedición de Junqueras, y el “artificio engañoso” en que incurrieron sus cómplices.

Asume un valor premonitorio el enfoque de la sentencia, muy discutible en términos penales, pero muy ilustrativo de la elucubración sentimental y nacionalista que había concebido Puigdemont musitando “Rosebud”.

Las reivindicaciones sentimentales y territoriales adquieren ahora una dimensión grotesca y ‘frivolona’. Delante de un problema ‘de verdad’, palidecen las ideaciones y maquinaciones superfluas. El coronavirus ha golpeado la sociedad del bienestar. Y buena parte de la sobreactuación define la fragilidad psicológica de Occidente, aunque la pandemia también desmiente las causas gratuitas y emocionales. El nacionalismo era una manera de entretener la comodidad y de recrearse infantilmente en la aventura de la tierra prometida, subordinando las tareas de gobierno necesarias a la consagración de un objetivo ilusorio y mesiánico.

Es el contexto tragicómico en que Torra reclama al Estado central que se confine Cataluña, no ya considerándola un territorio distinto de las demás comunidades, sino perpetrando un absurdo atajo a la expectativa de la independencia: ya que Madrid nos la niega, por lo menos que nos aísle. Y que vivamos la pandemia en un estado de excepción particular.

Cataluña definiría de esta manera su propia cuarentena identitaria. Y Sánchez debería concederle el estatus, acaso como argumento precursor del proceso soberanista. Transcurrida la enfermedad, superado el estado de sitio, la patria catalana haría las cuentas con la historia y con la histeria.

El soberanismo representa un ejemplo inequívoco de la liviandad y estulticia que se concede una sociedad pujante y henchida

No cabe expectativa más ridícula ni mayor escarmiento a la creación de un problema territorial y nacionalista. El coronavirus ha roto las convicciones más vehementes. Tanto ha enfermado el cipotudo Abascal como ha caído la pasionaria Montero. Hemos ‘descubierto’ que no hay dos sociedades enfrentadas, sino la misma sociedad. Y se han desmoronado los discursos supremacistas. Cataluña es España. Y España es Cataluña, no ya por las evidencias históricas y culturales, sino porque la amenaza de un virus oriental ha ridiculizado el discurso de la identidad y de la excepción, más todavía en el contexto de una sociedad globalizada en estado de pánico que apela a los mecanismos de la solidaridad más cercana e inmediata.

Es la famosa pirámide de Abraham Maslow. El psicólogo norteamericano sostenía que los humanos empezamos a dedicarnos a los problemas menores y a las causas superfluas cuando tenemos satisfechas nuestras necesidades fundamentales y nuestras expectativas esenciales.

El soberanismo representa un ejemplo inequívoco de la liviandad y estulticia que se concede una sociedad pujante y henchida, más allá de haberse convertido en el ejercicio de ilusionismo con que los líderes catalanes se han desentendido de la crisis económica, de la seguridad, de la inmigración y de los prosaicos problemas cotidianos. Al menos hasta que el coronavirus ha puesto a prueba el sistema sanitario y educativo que caracteriza la propia transferencia de competencias. Es una vergüenza que Torra se esconda detrás de Sánchez, con la poca sombra que aporta el precario anfitrión de la Moncloa. Y es un escándalo que utilice la epidemia para reclamar un confinamiento identitario camino de la patria prometida.