EL MUNDO – 09/11/15 – LUIS SÁNCHEZ-MERLO
· La unidad de España es la garantía de que todo el mundo tenga los mismos derechos. Desde la Diada del 2012, los paladines de la ruptura han trazado un minucioso itinerario de desafíos, provocaciones y amenazas.
El despliegue cinematográfico, con cientos de agentes deteniendo tesoreros y empresarios (incluido el registro por la Policía de la vivienda y demás dependencias de la familia Pujol), la proclama soberanista –urgida por las prisas de la CUP– precipitando la tramitación de la independencia y la respuesta del jefe del Ejecutivo que, con reflejos redimidos, escenificaba una declaración grave seguida de encuentros con la oposición, han marcado el final trepidante de este otoño para el recuerdo.
Ante la escalada, muchos españoles han tomado conciencia de que se puede estar poniendo en riesgo la integridad de la Nación. Algo así como la hora de la verdad. Y es que la galbana institucional había cimentado la creencia de que el desafío –aunque continuado– no llegaría al final. No se había dado suficiente importancia al hecho de que quien va a cometer un fraude de ley lo hace con sumo cuidado. Y, desde la Diada del 2012, los paladines de la ruptura habían trazado un minucioso itinerario de desafíos, provocaciones y amenazas.
Con su comparecencia y la llamada a sindicar la defensa de la unidad, el jefe del Gobierno se ponía manos a la obra para desbaratar lo que tenía el aroma de la insurrección, por parte de dos partidos soberanistas que disponen de la mayoría absoluta de escaños –que no de votos– en el Parlamento de Cataluña.
Pero los que no parecen habérsela quitado todavía –y esto no ha pasado desapercibido– son quienes desde una posición no independentista han hecho gala de sonora pasividad, acompañada de espeso silencio –con honrosas y escasas excepciones– ante el atropello de quienes se han erigido en valedores de la separación de Cataluña, sin miramientos legales.
Así, la recién elegida presidenta, Carme Forcadell, siguiendo al pie de la letra el libreto del viaje a la independencia y como estrambote a su discurso inaugural, profirió con un tenue hilo de voz: «Visca la república catalana». La mitad del hemiciclo –exactamente, el 47% de los presentes– rompía en aplausos, quedando en silencio el resto. No se entiende bien que los desconsiderados no se ausentaran, evidenciando que la elegida sólo representa a una parte del conjunto.
Y es que la secuencia lógica de este continuum debería haber pasado por un rechazo explícito –decía Ortega, «ha llegado el minuto preciso en que hay que quebrar ese silencio»– porque si no, descartada la complacencia, la pregunta es inevitable: ¿es que nada turba en esta Cataluña exaltada por ese cuarenta y pico por ciento que ha decidido «desconectar»?
Ensalzó Forcadell un valor irreal e inexistente –la república catalana– que es, además, contrario a la Ley fundamental del Estado. Y lo hizo en sede parlamentaria y durante el desempeño de su posición institucional como representante del Estado. Nunca se había llegado tan lejos en la dialéctica de la confrontación y quienes han empezado a romper amarras saben lo ingrato de una diligencia judicial frente a la inmunidad parlamentaria, el clima hostil a esa variable y la rentabilidad de la provocación o el victimismo. Con el grito de la presidenta se ha roto también el espejo para quien quisiera ver lo que está sucediendo.
Los autores intelectuales de este epígrafe de la hoja de ruta, perpetran una agresión a quienes –igualmente representados en el Parlamento– no desean ni la independencia ni la proclamación de la república catalana (aunque una parte de ellos no le haría ascos a la española). Han matado, pues, dos pájaros de un tiro porque, además de este desaire, nada menos que al cincuenta y pico por ciento de los votantes catalanes, insisten en la carga emocional contra varias decenas de millones de españoles, una vez más sacudidos por el oleaje que impugna la concordia.
Como era de esperar, la inminencia de la confrontación ha provocado disgusto indisimulado pero, al mismo tiempo, parece haberse perdido, por fin, esa reserva a diagnosticar la enfermedad –rebeldía– y su farmacopea –artículo 155–. Para defender la independencia, se asesta un golpe a la democracia que, ante todo, es orden jurídico y cuando este se quiebra –con la desobediencia de las leyes y los tribunales– lo que aflora es el totalitarismo. Y en esta ocasión se invoca, con naturalidad, el uso, previsto en caso de resistencia o desobediencia, de la coerción federal, a emplear con medida, prudencia y proporcionalidad. Una y otra vez, la ley se ha incumplido y la demanda para que se aplique sin complejos se ha convertido en exigencia compartida por la mayoría que no quiere la desconexión y cuyo hastío no deja margen para la condescendencia.
La unidad de España no es una imposición caprichosa, es una exigencia de la Historia y la garantía de que todo el mundo tenga los mismos derechos. De ahí que ésta sea la hora de los ciudadanos, lo que implica un ejercicio de pedagogía constante para que se deslinden bien las cuestiones. Porque lo grave no es pedir la independencia, aspiración legítima de quienes así lo desean, sino proclamar, violentándola, el desacato a la ley.
La sociedad silente no permitiría que se la utilice como escudo para distraer de otras cuestiones que podrían explicar el frenesí para la desconexión ¿de la justicia española, de la Policía, de las instituciones del Estado? ¿Para enervar la aclaración de los ilícitos penales, impunes, que se hayan podido producir?
Cataluña centrará la campaña electoral de los partidos de cara a las generales. Pero de forma especial, la de aquéllos que no están dispuestos a abandonar a esa otra mitad de catalanes que también se sienten españoles, ni a aceptar el acta de un garrotazo al Estado en el seno de una sociedad conmocionada por el paisaje de la escisión y la corrupción. Y llegados aquí, una pregunta: ¿cómo es que en el anuncio de la proposición parlamentaria para la puesta en marcha de la independencia, no se ha mencionado –en un ejercicio de coherencia– que los partidos que forman parte de esas dos coaliciones no piensan concurrir a las elecciones generales?
Cada día parece más claro que la apelación a los sentimientos encubre el atropello a las leyes. Una certeza: los que plantean la sedición retrocederán ante el ejercicio legítimo de los medios del Estado. Y un vaticinio: no llegaremos al abismo y ganará el imperio de la Ley, aunque el mal ya está hecho y el problema seguirá constando con mayor o menor intensidad.
Pero como no hay que fiarse mucho de los remedios penales para atajar actuaciones planeadas hasta sus más mínimos detalles para convertir el proceso penal en una causa política –con mártires sonriendo ante las cámaras– rescatemos el orteguiano «¡catalanes a las cosas!» y que nadie desvíe a este país de sus auténticos objetivos: consolidar la recuperación económica y fortalecer la estabilidad.
Tiempo de tender puentes, de preocuparse y ocuparse de las cosas, de gobernar para resolver los problemas de la exclusión, de los refugiados, de los desheredados. Sin perder, por ello, de vista, el catálogo de los delitos que el Estado tiene censados y que, hasta el momento, se pueden computar en el debe de los secesionistas:
– Delito continuado de sedición, de acuerdo con el artículo 544 y siguientes del Código Penal.
– Delito de desobediencia y desacato a las autoridades judiciales del Estado, según el artículo 508 del Código Penal.
– Delito de usurpación de atribuciones, al haberse convocado consulta popular por vía de referéndum sin tener competencia para ello. Artículo 506 del Código Penal.
– Delito continuado de ultrajes a España y a sus símbolos y emblemas, contemplado en el artículo 543 del Código Penal.
Y una reflexión final: cuando se avecina un temporal, la veteranía de un comandante con miles de días de mar es el mejor activo para capearlo y seguir navegando rumbo al destino. Porque una mala decisión puede ser fuente de nuevos males, pero la falta de decisión siempre conduce al desastre.
Luis Sánchez-Merlo fue secretario general de la Presidencia del Gobierno (1981-82).