Nacho Cardero-El Confidencial
Es la regresión a la tribu, a lo autóctono, lo local. La espoleta la ha activado el Gobierno de coalición con sus concesiones a los nacionalistas y esa mesa de negociación sin sustento legal
“Buenos días. ¿El Senado a Barcelona? ¿Y la España vaciada? ¿Por qué no a Cáceres, o a Salamanca, o Zamora?”, me escribía Juan Carlos Rodríguez Ibarra, perteneciente a ese PSOE lúcido e irreverente mandado al ostracismo, tras escuchar a Santi Vila en ‘Más de uno’, de Onda Cero. El ‘exconseller’ catalán abogaba por trasladar la Cámara Alta a la Ciudad Condal: “Si tenemos claro que son Barcelona y Madrid las dos grandes ciudades que juegan en primera división, igual el impacto económico, social y cultural de la presencia del Estado en Madrid habría que compartirlo un poco con Barcelona”.
Rodríguez Ibarra es una de las muchas voces que se plantan altas y claras en los últimos días ante las ‘matinés’ del eje Madrid-Barcelona, tan distintas estas dos ciudades y, a su vez, tan parecidas y próximas. Porque es Cataluña, pero no solo Cataluña. Es una sensación, una pulsión que se ha metamorfoseado repentinamente en cisne negro. La rebelión del campo, de la España interior, de las dos Castillas, de los que no tienen ni trenes rápidos ni carreteras directas, de los que se sienten ninguneados por los privilegios de otras CCAA.
Hemos pasado de la globalización al localismo extremo, a ese corrosivo ‘¿qué hay de lo mío?’ que amenaza con extenderse (Teruel, Soria, León…)
“Castilla y León debería estar ya en pie de guerra contra este Gobierno, pero todos sabemos que da exactamente igual lo que nos hagan. Nadie va a mover un dedo y por eso, y solo por eso, somos carne de cañón. Somos ciudadanos de segunda y, no se engañen, no es por culpa de los catalanes”, podíamos leer hace unos días en ‘El Norte de Castilla’, en un artículo que llevaba el sugerente título de «Hemos perdido». “Si realmente nos respetáramos, ya estaríamos en la calle con un adoquín en una mano, y en la otra, el manual de ‘Sedición For Dummies”.
Lo que parecía solo una queja de esos ciudadanos que rezongan en silencio, y que nunca llega a ninguna parte más que a la papelera del salón de los pasos perdidos del Congreso, se ha convertido en tendencia y ha pillado con el pie cambiado a buena parte de la clase política.
Es la rebelión de la España acéfala, de la España de los olvidados. Es otro 15-M. No son jóvenes acampados en la Puerta del Sol quejándose de los recortes, las hipotecas ‘subprime’ y los sueldos ‘millennial’, sino sus padres y abuelos, los que apoquinaron el dinero para que estos jóvenes pudieran costearse la carrera y luego abandonaran el terruño.
Hemos pasado de glosar la globalización a ese ‘localismo extremo’ propio del ‘procés’ catalán que ha encontrado reflejo en otras partes del país, generando una percepción de trato desfavorable y mermando el consenso sobre la importancia de la solidaridad entre regiones, señala Metroscopia en el informe ‘España, una sociedad desmadejada en un tiempo nuevo’: “Ese corrosivo ‘¿qué hay de lo mío?’ amenaza con extenderse (Teruel, Soria, León…) poniendo en cuestión los cauces de intermediación ya existentes y provocando su descrédito al devenir en superfluos”.
Mientras Vox acierta en olfatear la ocasión, y lo ve como veía los chalecos amarillos, un movimiento capaz de convulsionar la sociedad y crear un escenario permeable a sus intereses, el Gobierno de Pedro Sánchez se encuentra en la inopia, errático como este inicio de legislatura, incapaz de valorar la onda expansiva del fenómeno.
No es cuestión de izquierdas o derechas sino de territorios. Uno que lo ha sabido ver es el presidente de Castilla-La Mancha, el socialista Emiliano García-Page, quien se encargará de presentar en la ‘capital del Reino’ al presidente de Asaja, Pedro Barato, mientras los tractores se dirigen al chalé de Pablo Iglesias para protestar por los problemas del campo. Otro es el presidente de la Junta de Andalucía, Juanma Moreno Bonilla, representante de ese PP moderado que ha sabido adaptarse a esta nueva realidad poliédrica, ajena a ideologías y siglas.
“No vamos a permitir desde ningún punto de vista algo que ya se intentó hace 40 años. Cuando se quería privilegiar unos territorios frente a otros, fueron los andaluces los que alzaron la voz y dijeron que no, aquí no puede haber españoles de primera y de segunda”, enfatizaba en su entrevista en El Confidencial. “Me preocupa un centralismo visual, físico, esa manera de entender que lo que pasa en la calle Serrano o el distrito de Chamberí es lo que pasa en España, porque puede llevar al error”.
Es la regresión a la tribu, a lo autóctono, lo local. La espoleta la ha activado el Gobierno de coalición con sus concesiones a los nacionalistas catalanes y vascos, y con esa mesa de negociación en la que se hablará del reconocimiento del ejercicio del derecho de autodeterminación y el fin de la represión, la amnistía y la reparación, una mesa sin ningún sustento legal que aborda cuestiones que afectan al resto de territorios, caso de la financiación autonómica.
En Mérida no gusta que sea Torra quien decida por ellos, que diga quiénes son ciudadanos de primera y quiénes lo son de segunda. Si hay que montar otro 1 de octubre, pues se monta.
Madrid tampoco escapa a las críticas. Al margen del efecto de la capitalidad, que imita al de otras grandes metrópolis europeas, y que implica más crecimiento económico que la media y un manguerazo constante de inversiones, la España interior señala la concentración de poder y el ‘dumping fiscal’ como dos de los motivos de su progresivo vaciamiento.
Este viernes 28 de febrero, Andalucía celebrará el 40 aniversario de su Estatuto con todo el boato que requiere la ocasión. Un Estatuto con el que se pretendía conseguir una cota de autonomía similar a la del País Vasco y Cataluña. El presidente Moreno Bonilla habla de un andalucismo no excluyente y compartido con ese proyecto común que es España. La exPodemos Teresa Rodríguez pretende un sujeto político propio con aspiraciones andalucistas, feministas y ecologistas.
Este 28 de febrero, serán las banderas verdiblancas las que cuelguen de las fachadas hispalenses. Rojigualdas se ven pocas. Cada vez menos. Y en Zarzuela temen que los casos del coronavirus catalán, el ‘qué hay de lo mío’, prendan como la pólvora en la España interior.