J. M. RUIZ SOROA, EL CORREO 20/10/13
Hace unos días planteaban en estas páginas unos prestigiosos profesores universitarios la cuestión de si los vascos «somos una nación». Y concluían que sí, que lo somos sin lugar a dudas y que lo seremos más todavía si practicamos el aprecio y la solidaridad cerrados sobre nosotros mismos, para así sentirnos diversos de los otros.
Lejos de mi intención discutir el contenido y conclusión del artículo en cuestión. Pero la filosofía hermenéutica moderna nos ha enseñado desde Gadamer que, en el fondo, todo texto responde a una pregunta y que lo importante para entender el sentido de un texto no lo es tanto su contenido literal como la pregunta, casi siempre implícita o contextual, a la que el texto pretende responder. Esa perspectiva es la adecuada para entender el que comento: la de ir más allá de su afirmación («los vascos somos una nación») y meditar en el por qué unas personas reflexivas se cuestionan eso hoy, qué deducen o creen que se deduce de ello, qué relevancia tiene el ser o no ser una nación. En pocas palabras: si somos una nación … ¿qué?; y si no lo somos, …¿qué? Esa es la perspectiva de comprensión.
Pues bien, en cuanto enfocamos así la cuestión nos damos cuenta de que la pregunta sólo tiene sentido en el universo mental del nacionalismo, es decir, que la conversación sobre la existencia real de una nación posee sentido sólo desde y dentro de la ideología nacionalista. Sólo en ese universo mental tiene sentido (y es un sentido muy importante) hacerse la pregunta acerca de si un determinado grupo social puede o no definirse como una nación. Y, por ello, más interesante que discutir la respuesta es describir el universo de ideas al que atiende.
El nacionalismo es una ideología, a pesar de que esta faceta suya se suele desconocer, prefiriendo verlo como un sentimiento o una emoción. Pero una cosa es el sentimiento nacional y otra el nacionalismo. Y éste es una ideología, aunque se distinga de todas las demás ideologías políticas en que ella trata de una cuestión que las demás dan por supuesta. En efecto, liberalismo, comunismo, socialismo, fascismo, anarquismo o conservadurismo son ideologías que nos hablan de cómo debe regirse una sociedad, cómo debe gobernarse un demos ya existente. En cambio la ideología nacionalista habla de otra cosa, trata de cómo debe constituirse (bien) esa sociedad o demos, habla de sus fronteras y no de su actividad. Habla de algo que todas las demás ignoran (de ahí que pueda darse un nacionalismo compatible con todas ellas), y lo que dice en esencia es lo siguiente.
Primero, que la humanidad se divide en unas entidades discretas denominadas naciones, que están constituidas en base a factores en sí mismos variables y no relevantes (raza, religión, cultura, lengua, sentimiento, etc). Lo importante no es cómo se constituyen, sino que existen. Segundo, que el poder político corresponde a esas entidades, de manera que sólo la nación es soberana (legitimación). Tercero, que el ámbito del poder político (el demos) debe coincidir con la extensión de la nación (el etnos), de forma tal que existe un principio de correspondencia necesaria entre nación y Estado. Si no es así, tenemos un problema de legitimidad del poder.
Esto mismo se puede formular diciendo que para el nacionalismo la nación preexiste a la democracia, porque es un dato natural o cultural que le viene impuesto a ésta desde una realidad social anterior. La existencia de la nación no puede ser sometida al debate democrático, es un hecho bruto previo a él. Aunque la mayoría de la población decidiera que la nación no existe, el nacionalista seguiría diciendo que la hay, admitiría sólo que no es consciente de sí misma.
Una consecuencia relevante de esta ideología, por mucho que sea altamente contradictoria con su propia afirmación inicial, es la de que el poder político tiene como obligación irrenunciable la de ‘construir nación’. Es contradictorio porque, si la nación preexiste al poder, ¿cómo podría tener éste por misión la de construirla?; pero la contradicción se arregla con un poco de hegelianismo sencillo del ‘ en sí-para sí’: la nación existe en-sí pero no todos tienen conciencia de ello, y lo que hace el poder es crear las condiciones materiales para despertarla por doquier.
Se entiende, para quienes habitan este universo, la relevancia de la pregunta acerca de si los vascos somos o no una nación. De la respuesta depende casi todo, quién puede gobernarnos y para qué puede gobernarnos. Aunque también se entenderá que quienes no están en ese universo, como es mi caso, se encojan de hombros ante la cuestión y su respuesta, porque nada les dice. Y también, por qué no decirlo, porque la formulación de la pregunta les parece tramposa en sí misma al incluir el artículo o determinante numeral ‘una’, inclusión que sólo tiene sentido, precisamente, desde la ideología comentada. Porque no mencioné al citar las afirmaciones básicas que sustentan al nacionalismo una fundamental: la de que «nación sólo hay una». El individuo y los grupos pueden ser de una nación o de otra, de aquí o de allí, pero no de varias a la vez, eso es metafísicamente imposible en su universo. La pluralidad de naciones es bella y hermosa, sí, pero bien separaditas entre sí, nada de mezclas o superposiciones. Es el cultivo del monomito o la monohistoria, una perspectiva que ignora deliberadamente la necesidad constitutiva del ser humano del pluralismo para poder ser libre.
Los vascos somos nación, claro que sí, pero no una sola, sino muchas. Incluso aquella que describía Marco Aurelio al decir que las fronteras de su ciudad las marcaba sólo el sol. La nación de la humanidad.
J. M. RUIZ SOROA, EL CORREO 20/10/13