Cristian Campos-El Español
Una y otra vez, los sondeos de opinión en España arrojan una enorme mayoría social en contra de los indultos. A veces, de forma abrumadora, como en el caso del perdón a los líderes del golpe de Estado catalanista de octubre de 2017, que sólo apoyaban los sectores más extremos de la izquierda y el nacionalismo vasco y catalán.
Otras veces, de forma aplastante, como en el caso de María Sevilla, secuestradora de su propio hijo, al que desescolarizó y mantuvo en condiciones sórdidas, y contra cuyo perdón escribieron incluso algunos columnistas de El País, algo llamativo en una sección de Opinión tan finamente sintonizada con las tesis de quienes la indultaron.
Si entendemos el centro no como se entiende convencionalmente, es decir, como un punto geográfico equidistante entre la derecha y la izquierda, sino como lo que es en realidad, la idea mayoritaria en una sociedad concreta en un momento determinado, pocas ideas más centristas existen hoy en la política española que el no a los indultos.
Quizá porque, como sociedad católica que somos, el concepto del castigo está cincelado en nuestro ADN. No por el impulso de venganza en sí. Sino por la intuición (irrefutable) de que la sanción es un pilar insustituible del orden social. Porque no existe responsabilidad sin castigo y no existe sociedad civilizada sin responsabilidad.
Cosa diferente, claro, es que el poder político deba a veces contrariar a sus propios ciudadanos, esos que cuando son consultados sobre posibles mejoras para su ciudad no piden menores trabas fiscales y burocráticas a la inversión, sino más carriles bici.
Pero no parece ser esa la frivolidad dominante en el caso de los indultos.
El indulto es una figura jurídica legal, pero que revela una idea del poder más afín a una concepción decimonónica de la justicia que a los Estados de derecho modernos. Una en la que el Gobierno se arroga la potestad, de forma arbitraria y basándose en consideraciones tan vaporosas como las de la «justicia», la «equidad» o «la utilidad pública», de corregir las decisiones del Poder Judicial.
En España se han concedido aproximadamente 19.000 indultos desde la instauración de la democracia. Este Gobierno ha concedido el 13,8% de los indultos solicitados por las cofradías religiosas, un porcentaje muy superior al general. Ángel Acebes indultó en un solo día del año 2000 a 1.333 condenados amparándose en el 25º aniversario de la coronación del rey Juan Carlos I, el año jubilar y el cambio de milenio.
Circunstancias todas ellas sin conexión alguna con la justicia, la equidad y la utilidad pública, como deducirá sin duda alguna el lector.
El poder político, en fin, ha indultado en España a quien le ha dado la gana cuando le ha dado la gana y por las razones más peregrinas posibles, socavando la seguridad jurídica y robusteciendo así el hilo invisible que une al gobernante moderno con el monarca absoluto o con los papas que concedían indulgencias plenarias a capricho.
Dicho lo cual.
Existen motivos si no irrefutables, sí debatibles, para indultar a José Antonio Griñán y este diario los ha mencionado en alguno de sus editoriales. Griñán tiene 76 años, es prácticamente imposible que reincida y su perdón, a diferencia de los indultos a los líderes del procés y a María Sevilla, no pondría en riesgo a sus antiguas víctimas. Es decir, no perjudica de forma directa a terceros.
En el lado del debe pesa la obviedad de que Griñán no se ha arrepentido, ni pedido perdón, ni reconocido el delito, ni, por supuesto, devuelto lo malversado a la Junta de Andalucía, entre otras razones porque es imposible.
El indulto a Griñán no sería visto como un acto arbitrario del poder en un escenario y unas circunstancias políticas mucho más amables que aquellas a las que nos ha conducido la alianza del PSOE con Unidas Podemos y su asociación parlamentaria con partidos como ERC o EH Bildu. Pero no es esa la España en la que vivimos, y una elemental prudencia recomendaría no hacer demasiado ruido con un indulto que ampliará todavía más la brecha que separa hoy a los ciudadanos de sus instituciones.
Aunque quizá sea eso lo que se pretende. Que Gobierno y sociedad civil, como en la Italia de los últimos 80 años, transcurran por caminos paralelos, pero sin cruzarse jamás. Que los ciudadanos asuman la arbitrariedad de sus élites con naturalidad y que se limiten a convivir con ella, resignados, como quien lidia con un desastre natural azaroso. Que aprendan a sobrevivir en las grietas del muro de las deudas que el poder político adquiere consigo mismo.
Y por ello casan mal con una elemental concepción de la igualdad en democracia las 4.000 firmas de personalidades del mundo político, empresarial, cultural y deportivo que acompañarán la petición de indulto para Griñán.
Si alguna vez ha existido eso que algunos llaman el PSOE state of mind, está todo él en ese documento. Las viejas élites socialistas, y no tan socialistas, indultándose a sí mismas. Pidiendo la indulgencia plenaria no para Griñán, sino para sus biografías, que fueron las que permitieron que el expresidente de la Junta de Andalucía haya llegado hasta hoy convencido de que no hizo nada malo, de que si malversó fue por nosotros, de que las intenciones (si son socialistas) lo legitiman todo.
Hagan una prueba. Escriban en el cajetín de búsqueda de Google, uno a uno, los nombres de los firmantes de esa lista y, a continuación, la palabra «corrupción». Será difícil que no den rápidamente con una declaración de indignación, casi de escándalo de monja ursulina, frente a la corrupción.
Fernando Savater, abril de 2013: «Lo grave no es la corrupción, sino la impunidad»
Joan Coscubiela, septiembre de 2017: «Mi momento más relevante fue llamar corrupto a Rajoy en 2013»
Julio Rodríguez, junio de 2021: «El proceso de la corrupción no surge tras un contagio fulminante. Las caídas no son estrepitosas, sino ‘deslizamientos’ casi inapreciables».
Miguel Ríos, febrero de 2014: «Yo no voy a dejar de creer en la música porque algunos músicos desafinen; simplemente, no voy a tocar con ellos».
Juan Tallón, febrero de 2014: «La corrupción se hace más llevadera cuando puedes hacerla tú».
Soledad Gallego-Díaz, diciembre de 2017: «Consentir la corrupción es permitir que el Estado caiga capturado en manos indeseables. De hecho, los condenados por corrupción política deberían estar excluidos de un recorte de pena. Tal es el daño que producen».
Maruja Torres, julio de 2013: «Me preocupa el desprestigio que está siguiendo ese noble embutido, el chorizo, por culpa de la corrupción del ppartido en el Gobierno».
Iñaki Gabilondo, febrero de 2018: «Lo de Rajoy y el PP con la corrupción es inexplicable. Estoy escandalizado y decepcionado».
Etcétera, etcétera, etcétera, etcétera, etcétera.
¿Y cómo pretenden estas élites exigirle a partir de ahora aseo democrático a la ciudadanía si ellas mismas han salido en estampida para defender el indulto a uno de los suyos en cuanto han visto aproximarse por el horizonte el juicio de la historia?
¿Y por qué no van los ciudadanos a facturar en negro, fingir bajas laborales o burlar la reforma laboral con la argucia del periodo de prueba si 680 millones de euros (utilizados, recordemos, para tergiversar el resultado de unas elecciones democráticas) ameritan el perdón de tan preclaros representantes de la España de ayer?
Y esto es demagogia, cierto. La misma que es necesaria para sostener que Griñán no se enriqueció personalmente (como si ser presidente de una comunidad autónoma no rentara), que todo lo hizo por el pueblo o que el entramado de los ERE sólo estaba destinado a esquivar la farragosa burocracia de la Junta de Andalucía. Junta de la que él era nada más y nada menos que su número uno.
Griñán será por supuesto indultado por este Gobierno. A los que quizá no indulten los españoles será a los firmantes de su petición de indulto. Dentro de unos años será útil releer los nombres de la lista para recordar quiénes condujeron la democracia española hasta ese punto en el que incluso la corrupción, si se ejecuta en nombre del pueblo, confiere superioridad moral sobre los ciudadanos que sí cumplen la ley.
Tanto cuestionar el legado de la Transición cuando el verdadero legado a demoler en España es el de los abajofirmantes